El Estado asesino
Basicamente el mensaje de la en buena hora descartada ley de Víctimas era ese: El Estado colombiano es asesino, tan asesino como los actores armados, tan asesino como los criminales que pululan en los cárteles de las drogas ilegales y la función de las Fuerzas Militares, pieza fundamental de la conservación de la frágil institucionalidad, era ser extensión de los agentes criminales que sembraron de sangre y dolor nuestro territorio. La Ley de Víctimas es necesaria: la responsabilidad no se delega, principio universal de la administración de las organizaciones, y el acto criminal de un agente del Estado, arbitrario y violador de los derechos fundamentales de los ciudadanos debe ser además de severamente castigado reparado a favor de la víctima. Pero no podemos llevar al extremo que el comportamiento de un individuo o un pequeño grupo de agentes del Estado motivados por incentivos oportunistas lleve a considerar que el conjunto del aparato estatal cargue con un estigma inapropiado y temerario, que sin lugar a dudas conlleva cargas pesadas. La primera carga es la más obvia: la fiscal, ¿qué puede significar para un Estado, en cabeza de un gobierno, responder pecuniariamente por todas y cada una de las violaciones a los derechos fundamentales y humanos por vía administrativa, ésto es, sin tener en firme una sentencia judicial que obligue a responder a la víctima?, evidentemente el primer costo es el de oportunidad, muy elevado, pues implica llevar del presupuesto del Estado una importante proporción, posiblemente para otros rubros, sólo para el pago a las víctimas. Posiblemente así, la ley no sería más que papel con letra muerta, al cabo de poco tiempo el Gobierno podría declarar la incapacidad fiscal para responder para la segura avalancha de solicitudes de indemnización (además, ¿quién controla y establece que una violación a los DD. HH. fue o no producto de la actitud criminal de una agente al servicio del Estado y en los términos mencionados por la víctima?). Pero la segunda carga, mucho más significativa que la presupuestaria por los costos políticos es la imágen del Estado colombiano. ¿Cómo convencer a la comunidad internacional que la República de Colombia no es un estado fallido, al servicio de los cárteles de intereses privados y sí, como lo dice la Constitución, un Estado al servicio de los intereses superiores del pueblo?, evidentemente la reputación del país y del Estado, finalmente el administrador y mayor estructurante de la sociedad y de sus energías, tendrá que lidiar con la impresión que deja la Ley de Víctimas: el Estado y sus agentes son tan criminales como quienes por fuera de la ley usan las armas para llegar a obtener sus objetivos.
Ciertamente las deficiencias institucionales del país ha conducido al país a una pobreza crónica, endémica y a un desorden que niega la condición de civilidad de nuestra sociedad. La Constitución, las leyes y reglamentos que rigen jurídicamente la conducta social de los colombianos son el canal de transmisión de incentivos que avivan conductas oportunistas e inmorales entre los ciudadanos. De allí que el problema no sea el Estado como organización, única manera de conciliar conductas individuales, sino del Estado como institución. No es relegándolo ni suprimiéndolo que la sociedad obtendrá avances: es haciéndolo consecuente con nuestra realidad social. La coyuntura no hace al Estado, pero sí puede amoldarlo.
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