¿Habrá respuesta al problema de los secuestrados?

Me atrevo a pensar que no. Doloroso, triste y trágico que en estos días modernos hablemos de la incapacidad de ser libres en su propio suelo patrio. Pero el problema de los secuestrados en Colombia no parece tener un panorama tranquilizante en la medida en que está estrictamente ligado a los virajes ideológicos y políticos, más grave aún, porque impide identificar el orígen para desambiguar un asunto que se resuelve, en apariencia, sencillamente: liberándolos. Sin embargo esa ambigüedad política e ideológica ha impedido definir una acción efectiva de la sociedad en relación con una situación que humanamente no merece una solución diferente a la liberación incondicional de quienes contra su voluntad y de forma criminal fueron privados de su sagrado derecho a ser libres. Resulta condenable y repudiable desde cualquier óptica que una organización otrora subversiva, mutada en agrupación terrorista y cartel de drogas, retenga a civiles y agentes legítimos del Estado de Derecho con fines extorsivos, o más cínico aún, como mecanismo de presión política. Si hay un responsable en Colombia por los traumas generados por el dolor del secuestro es quien lo comete, no puede relativizarse la moral: el primer culpable y llamado a pagar por la comisión de los délitos es quien incurre en él, más cuando se trata de un mismo autor el material y el intelectual.

De allí que desprenda otras apreciaciones. Resulta cuestionable, por citar un caso, que el profesor Moncayo, padre de aquel agente de la Fuerza Pública tomado cruelmente como prisionero tras la toma del cerro de Patascoy, interponga ante la justicia una acción de tutela contra el Presidente de la República para promover la liberación de los secuestrados. Si bien la respuesta del Tribunal Superior de Bogotá fue bastante racional, algo así como no busque responsabilidades en quien no las tiene, es curioso que el señor Moncayo haya apelado ante la Corte Suprema y luego, cuando ésta niega de nuevo el recurso, se dirige a la Corte Constitucional. Llama poderosamente la atención que entre los más fieros defensores de las libertades de los secuestrados, las condenas a sus captores sean tímidas y las exigencias al Gobierno sean constantes y ruidosas. Asimismo, resulta incongruente pensar que deba ser el gobierno el llamado a aceptar condiciones de partes de los criminales y a su vez exista una cierta compasión por la conducta punible de grupos como las FARC. No resultará efectiva una iniciativa para buscar la liberación de los secuestrados mientras no se identifique unánimente, al menos desde las fuerzas vivas de la política nacional, el orígen del problema como el blanco al que se debe destinar los dardos de las presiones y las condenas. El Gobierno no puede volver a ser la parte dispuesta a conceder gabelas a los criminales mientras éstos aprovechan las concesiones que les brinda una sociedad fragmentada. El asunto del secuestro reviste un carácter complejo, pero su solución es sencilla: los captores deben dejar al margen del conflicto a los civiles como deben liberar a los miembros de la Fuerza Pública que por situación de simple Derecho Humanitario deben volver a la libertad. Quienes deben recibir todo el peso de las presiones para obtener la liberación de los secuestrados hoy miran con regocijo como en la sociedad colombiana le pedimos vehemente al Gobierno mano firme con los criminales pero le sugerimos piedad y complacencia, so pena de crítica y condena, con quienes se rehusan a humanizar una guerra que es tiempo ya de terminarse. No obstante, ¿cómo acabar con una guerra entre un Estado que pretende resurgir de las cenizas del fuego alimentado por su propia negligencia y unos grupos armados que lejos de defender una revolución están dispuestos a destruir lo que sea necesario para cuidar un lucrativo negocio?, más allá de toda consideración política, es dificil asimilar a los grupos armados que hoy existen en Colombia como subversión y paramilitares cuando en esencia son bandas organizadas dedicadas al crimen. Dificilmente las Aguilas Negras o las FARC pueden ser consideradas unas organizaciones políticas cuando sus prácticas son semejantes a las de una mafia. Encuentro totalmente desmesurado convocar a un Gobierno a buscar acercamientos, como si se tratáse de dos partes beligerantes legítimamente constituidas, cuando las condiciones disponen que el ejercicio del Estado sea el combate frontal a todo agente perturbador del orden. Sin embargo no puedo desconocer que en el asunto de los secuestrados una postura inflexible puede generar impresiones encontradas: por un lado dirán que si el Gobierno insiste en el rescate militar, constitucionalmente consagrado como deber del Estado colombiano, se asume un riesgo innecesario donde la vida de los plagiados corre peligro y puede simplemente aniquilar cualquier esperanza de su regreso vivos, libres y en paz; por otro lado habrá otros que dicen que el rescate militar no puede sujetarse a una consideración política y que debe emprenderse de inmediato un plan que lleve a los secuestrados a la libertad y a sus captores ante los tribunales o, si así fuese el caso, a la tumba. Sin duda que una disyuntiva como la planteada parece reconocer como fundamento del problema la vida y dignidad de los rehenes antes que el beneficio del cual pueda alimentarse el Gobierno. Pero en mi concepto dicha disyuntiva ignora aspectos reales y se sustenta en supuestos que, al menos por ahora, distan de ser los tangibles: por un lado el Estado exige lo que es natural, la liberación sin condiciones de todos los secuestrados, para lo cual puede disponerse de los recursos necesarios pero no de concesiones altamente costosas. Pero por el otro, los captores aguardan el momento en que el Gobierno Nacional facilite los procesos y se acoja a sus condiciones, presión suficiente para negociar, con estrategia dominante a favor de la guerrilla. Bastará con analizar los sucesos para descubrir que las condiciones actuales son las mencionadas y no las idealizadas, donde el gobierno cede y negocia y la guerrilla acepta y dialoga.

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