La seguridad: el dolor de cabeza de América Latina
No hay región en el mundo como América Latina en la que la seguridad sea una obsesión de los gobiernos nacionales. Lejos de cualquier manifestación política o ideológica, sin distinción de modelos estratégicos de desarrollo, la inseguridad es uno de los más grandes flagelos que afrontan las capitales de América Latina y uno de los dolores de cabeza que a diario pone en jaque las políticas de los gobiernos de la región. Sin embargo la diferencia entre la inseguridad urbana en las ciudades latinoamericanas difiere sustancialmente del observado en otras latitudes cuando encontramos que en la región del sur del continente americano la delincuencia y el crimen operan como una función dependiente del narcotráfico y la debilidad institucional, sin excluir las relaciones entre el crimen y los rezagos sociales de los países que enfrentan graves problemas distributivos. Advierte Raymond Gilpin, vicepresidente de Economías sustentables del USIP, que el problema de la delincuencia debe ser visto como algo más que un simple problema de orden público. Debe ser visto, sin lugar a dudas, como un problema de desarrollo, que reduce expectativas de crecimiento económico, desvía recursos que pueden ser empleados eficientemente en políticas de desarrollo y coarta las inversiones productivas; unas cifras contribuyen a esbozar la gravedad del asunto, que trasciende a un problema de gobiernos específicos y se convierte en la respuesta social a unos arreglos institucionales ineficientes y obsoletos. Y es que en la actualidad ninguna ciudad del continente puede considerarse segura completamente, es más, en estos momentos ciudades otrora prósperas se muestran como verdaderos infiernos para sus habitantes y visitantes, tal es el caso de Caracas y la Ciudad de México. Pero también parece que las respuestas gubernamentales son insuficientes y denotan la ineficiencia de los organismos de control social: mientras la ONU sugiere la presencia de un policía por cada 250 habitantes, el promedio en ciudades como Lima es de casi 1 por cada 1700, donde también circula una escandalosa cifra de 330 mil taxis para una conurbación de 7 millones de personas, donde el 50% de los que prestan ese servicio son informales. Explicable, no obstante, la reacción de la delincuencia en países como México, Brasil y Colombia donde la acción gubernamental está enfocada fundamentalmente en la desarticulación de mafias traficantes de narcóticos y el elevado gasto en seguridad , 9,8 millardos de dólares en Colombia, que obliga a las mafias a tender sus tentáculos sobre los enclaves más débiles de estos estados, generalmente en sus entidades administradoras de justicia, paradójicamente, y a manejar una acción criminal poderosa y potencialmente desestabilizadora. La evidencia empírica se muestra de la siguiente manera: cuando en México el presidente Calderón ordenó la aniquilación de los carteles de las drogas, encontramos que Ciudad Juarez y Tijuana se volvieron en las ciudades más peligrosas del continente y en las más violentas del mundo (como proporción de homicidios por cada 100 mil habitantes); del mismo caso en Colombia: el desmonte de las agrupaciones subversivas y de autodefensas ha desplazado las estructuras mafiosas de las zonas rurales a las ciudades. Ahora en los suburbios de Bogotá, Medellín o Cali dichas estructuras se han enquistado y ponen en cuestionamiento los avances de la política de defensa y seguridad del Gobierno de Álvaro Uribe. Pero es que el impacto de la inseguridad, el terrorismo y el narcotráfico son dificilmente cuantificables, aún cuando los denominemos genericamente como costos sociales. La pérdida de recursos que se canalizan para fortalecer a las fuerzas de seguridad del Estado implican costos de oportunidad enormes, definidos como los recursos que se dejan de invertir en vivienda, salud y educación para mantener prisiones, financiar operaciones de inteligencia y mantener las estructuras armadas del Estado que garantizan que esa delgada línea entre el caos y el orden institucional no se fragmente.
La inseguridad, podemos presumir, tiene efectos desastrosos en la productividad de los capitales y de la fuerza laboral del país, como seguramente lo tiene la debilidad institucional de los estados (entiéndase como el caos que se vive en los países, p. e., el hecho que el transporte público sea ineficiente sugiere perdidas de tiempo irrecuperables que resta eficiencia a la productividad de los agentes que desplazan tiempo de trabajo/estudio/ esparcimiento en atascos del tránsito o espera del servicio de bus indicado; emplean excedentes valiosos de tiempo en actividades inoficiosas e improductivas. Ésto se explica por la incapacidad de la Administración pública de ejercer dominio sobre los transportadores). Con esta analogía quiero dejar ver que es importante que los ciudadanos confíen en sus calles, sus parques y sus espacios públicos tanto como en sus viviendas, centros de estudio o trabajo. La sensación de inseguridad impide que se maximice la utilidad de los espacios públicos, restringe la conducta de los agentes y supone más riesgos: las calles, los espacios públicos y áreas comunes entran a ser tierra de todos pero para disfrute de nadie; el Estado es el único que puede garantizar que esas zonas no se pierdan, con resultados generalmente insatisfactorios. Sugiere entonces el panorama en América Latina (mafias de narcotraficantes apropiados de las fahvelas de Sao Paulo y Río de Janeiro; reinsertados y reductos de guerrillas y paramilitares desplazados del campo a las ciudades en Colombia; violenta reacción de los carteles de las drogas contra el Gobierno mexicano en el norte del país, que recuerda la década de los 80's y 90's en Colombia; maras en las ciudades centroamericanas y acciones cada vez crecientes de grupos armados en el Perú) que las estrategias de seguridad de los gobiernos no pueden ser simplemente herramientas: deben ser prioridades. Sin duda que debe promoverse la modernización de los cuerpos de policía, tanto en pie de fuerza como en innovación tecnológica y técnica; sin embargo no basta. Es indispensable pensar en reformas legales que sirvan de restricción de la conducta criminal de los ciudadanos, castigando severamente los pequeños delitos y garantizando la disminución de la impunidad y la comisión de délitos mayores. Así supone que la mejor estrategia no será la que lleve a las prisiones, cuya modernización es vital, a los delincuentes sino la que disuada a los delincuentes en potencia de la comisión de crimenes y violaciones a la ley. Ese principio de autoridad y administración de la justicia del Estado no debe ser simplemente una política de un gobierno, debe ser sin lugar a dudas una estrategia de todas las ramas del poder público. No obstante es dificil suponer que la disuasión será eficiente, para ello, insisto, las reformas legales deben conducir a la elevación de las penas y hacer más efectiva la acción de la justicia penal, con todas las implicaciones éticas y morales que ello conlleva. La recuperación de la seguridad es una situación a la cual no debe renunciarse, ningún Estado brindará bienestar a sus ciudadanos ni podrá promover un desarrollo humano sustentable si la inseguridad sigue siendo el patrón común de comportamiento de las ciudades de América Latina.
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