El sagrado derecho a exigir, el sagrado derecho a cumplir
Nuestras sociedades son particularmente sesgadas a la hora de defender sus intereses. Sobre todo en los países en vías de desarrollo como Colombia es común oir manifestaciones airadas de exigencia del cumplimiento de los derechos ciudadanos, civiles, políticos y más recientemente los económicos, pero llama poderosamente la atención que es poco usual oir un llamado al cumplimiento efectivo y a la exigencia de deberes socialmente necesarios para mantenernos alejados de esa delgada línea que separa al caos de las efectivas libertades individuales. Resulta pues coincidente que una de las diferencias entre las naciones más avanzadas del globo y las naciones menos avanzadas sea el adecuado balance entre libertades políticas, civiles y económicas, es decir, una adecuada distribución de derechos y deberes. Claro, es posible que la fortaleza institucional de los Estados más desarrollados permita dilucidar crisis políticas, económicas y sociales menos severas que en los estados emergentes, producto de su adecuada capacidad de integrar a la sociedad, mediar en sus conflictos y proveer de adecuados bienes públicos a sus ciudadanos. Con unos derechos debidamente garantizados es seguro que los ciudadanos sentirán el íntimo deseo de cumplir con sus deberes, existe un equilibrio y en cierta medida las fuerzas del orden prevalecen. En un país emergente puede suponerse que los Estados de Derecho no logran cumplir con las expectativas de los individuos, de allí que sea más factible lidiar con el descontento ciudadano que en sociedades mejor organizadas. Evidentemente en este instante Colombia atraviesa una crisis que ya se prolonga desde hace varias décadas. Sin embargo algo viene a la mente al oir hablar de crisis, ¿qué es?, ¿qué representa?. Rodolfo Masías recuerda que una crisis es una mutación importante en el desarrollo de otros procesos, del orden que sea, que puede conducir o bien a la mejora de la enfermedad o bien a un empeoramiento; claramente en una organización social es mucho más fácil darle a una crisis el desenlace esperado que en un organismo vivo.
La retención de Moisés Wassermann, rector de la Universidad Nacional de Colombia, se constituye sin duda alguna en parte de ese proceso: una crisis política, económica y social que no es ajena a las universidades del Estado y que es la representación del sentir de unos cuantos con gran poder, al parecer, y es llevar la crisis a niveles casi de insurrección que puede poner en riesgo lo poco que se ha recuperado en materia de fortaleza institucional del Estado colombiano. Que se pida más recursos es algo apenas lógico: mayor cobertura, mayor calidad requieren más recursos, es una condición sine qua non y es apenas natural que se pretenda presionar al Gobierno y al Congreso de inyectar mayores recursos. Las tasas de deserción universitaria son altas, los créditos educativos, aún cuando son gran herramienta no están diseñados aún para las condiciones del país y de la población beneficiaria y las necesidades de I+D son imperativas si quiere promoverse un desarrollo sólido y sostenible de largo plazo en cuanto a desempeño económico y satisfacción de las necesidades materiales y psíquicas de la población. Son discusiones de fondo que realmente no revisten mucha polemización, la realidad es una y por muchos matices que haya no dejará de serlo. Sin embargo es la forma la que está llevando al traste cualquier debate sano que se emprenda: retener a un funcionario de alto nivel en ningún motivo ayuda al debate. Dentro o fuera del claustro académico, las vías de hecho han costado ríos de sangre a la sociedad colombiana y es obvio que sea necesario acudir a la figura de la autoridad del Estado para anular manifestaciones a todas luces reprobables en una sociedad que busca un poco de convivencia en medio de un conflicto violento arraigado en el código genético de muchos colombianos, para quienes arreglar las diferencias por las vías de hecho resulta una costumbre y no una medida extrema. Muchos pasos faltan aún para lograr el desarrollo, la paz y la resolución pacífica de conflictos, inherentes a las organizaciones sociales, pero uno de ellos es proscribir las manifestaciones violentas y arbitrarias: la ejecución efectiva de la ley, dentro o fuera de una universidad, es una condición imperiosa que demanda la sociedad.
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