La objetividad en la seguridad democrática

Con la publicación del estudio de la fundación Nuevo Arco Iris se enciende una polémica ante la cual el presidente Uribe no tuvo inconveniente en formar parte ni el ministro de Defensa establecer alguna clase de posición opuesta a la planteada por León Valencia, cuyo pragmatismo pongo en duda, no por sus capacidades intelectuales sino, tal vez, por su incapacidad para evaluar unas cifras de forma mesurada.
El estudio lanza una conclusión temeraria: la seguridad democrática, de cuyos resultados se jacta con naturalidad apenas comprensible el gobierno, está en crisis y que la capacidad instalada del Estado y las fuerzas armadas llegó a su límite, a la luz de unas cifras que demuestran una escalada de las acciones violentas de las FARC y discretos resultados notables durante 2009, mientras que en 2008 se celebraba el rescate de rehenes de la operación 'Jaque', en este año, dice el informe de NAI, no hemos visto un resultado tan contundente.
Las cifras son neutrales, expresan un comportamiento pero no son vinculantes en cuanto a los juicios que de ellas puedan derivarse. Sin pretender ser sectáreo haré un análisis general de las razones por las cuales el informe es erróneo y por qué, no obstante, la política gubernamental de seguridad democrática muestra signos de debilitamiento. Por un lado el informe de la fundación sugiere que es simple debilidad institucional la que ha impedido que se den resultados valiosos en la lucha contra los ilegales alzados en armas, especialmente las FARC. Sin embargo es prudente pensar que desde 2002 hasta 2008 los golpes de la fuerza pública llevaron a que esta agrupación redujera su capacidad de acción en más de un 40% y su repliegue significara para la inteligencia militar una situación bien restrictiva para dar golpes contundentes. Ya las FARC no son el ejército poderoso de emboscadas con centenas de hombres bien armados y moralmente conscientes. En estos momentos su comportamiento parece más el de un cartel con poder mediático pero reducido poder político y militar.
La falta de resultados en 2009 podría sentirse asociada al hecho que, eventualmente, los grandes golpes se han dado y lo que resta son éxitos militares de menor valor para la opinión pública. Escasamente la liberación de los secuestrados políticos o un intercambio humanitario podrían desplazar la atención de aspectos álgidos como la reelección o el impasse institucional entre el presidente y la Corte Suprema. Es dificil creer que la política de seguridad se frenó luego de 7 años por problemas financieros y logísticos ante las FARC o los grupos armados ilegales, cuando han sido reducidos a su mínima expresión, en momentos en que el presupuesto de seguridad y defensa es de los más altos de los últimos años y las fuerzas de seguridad del Estado han incrementado su pie de fuerza en cerca de un 55%. No debe confundirse la seguridad urbana, que es la debilidad de la política, a un problema de insurgencia que, aunque no está en lo absoluto concluído, está en un punto en el que por sustracción de materia es casi imposible generar un golpe militar relevante que en las cifras se reflejase con el ímpetu pretendido. Ni siquiera la captura o asesinato de Jorge Briceño sería equiparable con los golpes de 2008, año en el cual simplemente se hizo lo que en 10 años atrás no se había logrado.
Pero no por estar incorrecto el juicio sobre la política de seguridad, desde mi visión, ésta se encuentra exenta de críticas. Sin duda que haber recuperado en algo la gobernabilidad sobre las zonas rurales, antes subyugadas a la merced de los ejércitos irregulares, no implica haber cumplido la tarea. El hecho de haber un alza en las cifras de criminalidad y delincuencia urbana demuestra que la política de seguridad democrática obvió un aspecto fundamental: el crimen, al igual que muchas otras especies, tiene gran capacidad adaptativa. Ante la adversidad para llevar a cabo sus actividades en la zona rural, las organizaciones criminales eligen un flanco de debilidad para la acción estatal que en estos momentos está en las ciudades y en los sistemas legales laxos e ineficaces que no optimizan la capacidad del Estado colombiano de impartir justicia, más allá del aspecto punitivo per se, que sirva de herramienta disuasiva que eventualmente constriña la conducta criminal . Más un crimen sustentado en el lucrativo tráfico de drogas, millonario negocio por el cual muchos están dispuestos a ir en su defensa a toda costa, en un contexto en que finalmente por alto que sea el costo de hacerlo, éste jamás igualará al beneficio de estar en él. Si la seguridad democrática como valor del Estado de Derecho desea prevalecer, valdría la pena cuestionarse si podría perdurar en las condiciones actuales en que recupera un flanco pero abandona otro. A su vez cuando descuida un aspecto fundamental en la geopolítica internacional como es la defensa nacional. El Gobierno colombiano aceptó la lucha contrainsurgente como el problema de seguridad fundamental, válida en un momento en que 60 mil hombres en armas levantados contra el orden acaparaban buena parte del control territorial, pero omitió la obsolencia de los equipos oceánicos, de superioridad aérea y de estrategia táctica para eventualmente disuadir amenazas externas. El problema de seguridad en Colombia no es la existencia de ejércitos irregulares con potencial poder desestabilizador; más allá de eso, hoy enfrentamos grupos organizados dedicados al narcotráfico y vecinos hóstiles. Sólo si la política de seguridad enfoca sus esfuerzos en entender las nuevas condiciones del conflicto y en adaptarse a ellas, bien se podría pensar, eventualmente, en llegar a neutralizarlas.

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