Pobres países ricos
North, el premio Nobel de Economía más relevante de las últimas dos décadas al marcar un precedente novedoso en la ciencia económica, resuelve de modo alternativo el problema de la riqueza y la pobreza de las naciones. Desde Smith y pasando por una gran parte de los más importantes autores de la teoría económica se ha pretendido establecer como el orígen de la riqueza de las naciones el desempeño eficiente de los mercados, no obstante tal aseveración sugería parámetros de conocimiento excesivamente altos que al final de cuentas terminó siendo la causa de que durante gran parte del siglo XX las ciencias económicas vieran el surgimiento de otro gran número de postulados teóricos. De los clásicos que filosóficamente creían en el crecimiento de la riqueza del capitalista que luego una vez saciado derramaría su riqueza sobre los más desposeídos, hasta los marginalistas y los neoclásicos que prefirieron atender con unas herramientas matemáticas el comportamiento del mercado, de los agentes y de las fuerzas de demanda y oferta que fueron el sustento de un modelo liberal, sin excepción, dotaron al mercado de una carácter casi providencial; no está de más creer que ha sido el mercado esa fuerza integradora que ha construido tanta riqueza como ningún otro modelo en tres siglos antes, pero también creer que esa fortaleza se volvió en poco tiempo en la más grande debilidad, al sustentarse en supuestos poco prácticos y sí bastante abstractos para pretender que tengan éxito en la formulación de políticas. North postula que los problemas distributivos son el resultado que genera la real causa de la pobreza de las naciones; mientras los neoclásicos asumen un entorno institucional como dado, separando a la economía de las decisiones políticas que generalmente afectan el intercambio, la Nueva Economía Institucional de Douglass North y R. Coase prefirió pensar que los países que históricamente han ostentado mayores niveles de bienestar, estabilidad económica y crecimiento han tenido modelos de acción política e instituciones absolutamente eficientes. De modo que la inferencia natural es que los países pobres tienen modelos políticos y sociales, escuetamente reconocidos como instituciones, ineficientes, que fomentan un desempeño económico inadecuado y no promueven el crecimiento ni incentivan a la inversión o el ahorro de forma óptima. No es muy sorprendente que un habitante de Suiza tenga asegurada su vejez gracias al estable modelo pensional que fomenta el ahorro como consumo futuro mientras en países de América Latina una persona que llega a la tercera edad, a menos que tenga un privilegio compartido por pocos, escasamente tendrá un ahorro producto de años de pésima planificación económica que hoy permite que un adulto mayor considere casi utópico dedicarse al merecido descanso después de una vida entera de servicio o, como pareciese ser común, no tenga una opción diferente a la pobreza. De ese modo North dice que las instituciones históricamente han generado orden en la economía, sin que su carácter vincule per se a la eficiencia; así que surge una inquietud de entrada imperativa: América Latina, conformada por países cuyo potencial económico es realmente inconmensurable, ostenta una posición de privilegio en cuanto a disponibilidad de recursos pero sus condiciones sociales son realmente decepcionantes. Si se adapta una visión menos filosófica, coincide la baja productividad de los trabajadores de la región con sus bajas rentas, el crecimiento irregular y la baja calidad de las instituciones como trasfondo de un fenómeno que va desde la Patagonia y culmina en el Río Grande. Si alguien se cuestiona por qué a un lado de la frontera de México con EE. UU. un trabajador es cinco veces más rico, más productivo y vive en vecindarios más limpios y al otro lado el crimen organizado impone su ley, los trabajadores ganan por hora lo que un trabajador en el otro lado de la frontera gana por un cuarto de esa misma hora y genera muchísima menos riqueza, convendría evaluar el estado del entorno institucional en que se desenvuelve cada nación, es decir, podría empezarse por indicadores elementales como corrupción, delincuencia, organización del Estado, la participación de los partidos políticos, nivel educativo promedio de la población, entre otros tantos. De esa manera concluímos que el más grande pecado de los gobiernos latinoamericanos fue haber inundado el terreno para construir la presa sin haber desalojado y reubicado. Países como Colombia, Venezuela, Ecuador o México abrieron sus fronteras al libre comercio, a la competencia de sus empresas, a la ampliación de sus balanzas comerciales sin haber reparado en su capacidad instalada, en la eficiencia de sus empresas y en un entorno institucional garante de una acción colectiva eficaz. Craso error que hoy cobran regímenes opuestos al modelo que están haciendo que el remedio más obvio resulte siendo peor que la enfermedad. El estado de la economía venezolana demuestra que ese modelo alternativo ha sido peor que el sistema capitalista que su gobierno condena hasta el cansancio. Análogamente, si bien no en un sentido estrictamente igual, el estado del escenario político colombiano presenta implicaciones severas para el desempeño de su economía, aún cuando esta subyace a un sistema económico mucho más eficiente que el sistema alternativo venezolano. No obstante, ambos sistemas proclaman métodos diferentes de construir bienestar, unos con más razón que otros, pero ambos cometen el mismo error: menospreciar el valor de las instituciones que promueven el desarrollo. Pobres países ricos.
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