La agenda económica de la nueva década













Las expectativas de lo que traerá el nuevo año corresponden a una coyuntura especialmente trascendental en la historia. Por una parte la incertidumbre que trae una probable reelección consecutiva de Uribe como presidente de Colombia, que encierra toda suerte de disyuntivas políticas, económicas e institucionales; no menos importante aún resulta la inestabilidad regional motivada por las tensiones diplomáticas entre los gobiernos colombiano y venezolano y por ende la posición del Gobierno Nacional entre un vecindario en cierta medida hóstil ideológicamente y que ante desaveniencias como el acuerdo de cooperación militar con los Estados Unidos sugiere mayores adversidades en las relaciones comerciales y diplomáticas en el continente.

Pero lo que realmente se avisora como el aspecto más relevante para pensar en 2010, por su valor simbólico de ser el inicio de la segunda década del siglo, es la agenda económica del nuevo gobierno, basados en un supuesto en el cual existe transición de mando de un gobernante a otro y en el cual el presidente actual decide abandonar la idea de ir tras una segunda reelección. Por una parte el balance social y económico en Colombia luego de la primera década del siglo, si bien es mejor a la última del centurio pasado, dista de ser satisfactoria: la pobreza aún supera al 40% de la población, la educación amplió en cobertura pero su calidad es aún insuficiente para las necesidades de una nación inmersa en la globalización, la corrupción arrasa con los arreglos institucionales que promueven el desarrollo, los incentivos para los agentes aún resultan cortos para lograr una conducta que cohesione el interés particular con el general, el sistema de salud demanda su revisión inmediata tomando en consideración que estructuralmente es incompatible con las necesidades y condiciones del país y, en general, la necesidad de un nuevo contrato social que privilegie el crecimiento económico, las políticas adecuadas para llevar ese crecimiento a términos de mejora notoria en las condiciones de vida, aumento de la productividad y el cambio tecnológico que promueva la innovación, el conocimiento y un alza en el ingreso per cápita, es palpable.

Sin duda que a nueve años del segundo centenario de la Batalla de Boyacá, efemérides que marcó en términos reales la independencia de Colombia, y a medio año de la conmemoración del esperado Bicentenario del inicio de la gesta libertadora, muchos economistas y analistas pueden sentirse incómodos con los discretos resultados que muestra la sociedad colombiana en relación con parámetros de referencia como los Objetivos del Milenio de la ONU, que pocos apuestan serán alcanzados. Realmente es dificil recomendar, incluso para el más versado de los intelectuales, un recetario que permita al próximo presidente de la República tener una hoja de ruta que guíe sus pasos hacia los objetivos del plan 2019 y los Objetivos del Milenio. Para todas las vertientes académicas y políticas, en general para los sectores vivos de la sociedad, queda claro que el problema que ha permitido la generación de otras aberraciones sociales es la pobreza en todas sus manifestaciones. En donde se halla la diferencia es, por un lado, en qué sentido se le da a la pobreza como consecuencia de otras perturbaciones económicas y sociales; por otro lado la divergencia sobre el respecto es mucho más política y es la consistente en identificar el método más acertado para su proscripción.

En la primera discusión, vital para poder abordar la segunda con mayor calma, surge de entrada todo el compendio de teorías económicas que explican a la pobreza. Las más ortodoxas, que han primado hasta nuestros días, sugieren que la pobreza es parte de los procesos de interacción entre los agentes económicos pero cuando intervienen perturbaciones o externalidades, como la intervención estatal o las condiciones ambientales, o por la perversidad misma del sistema de economía de mercado, desde la otra vertiente clásica muy apreciada en los movimientos sociales. Cualquiera que el lector considere, permite inferir que en un contexto muy clásico la pobreza es una consecuencia de otros fenómenos eminentemente distributivos y como tal debe dársele un trato correctivo económico, su misma naturaleza impide darle un manejo diferente, ante el desinterés de los teóricos de estas corrientes de ahondar en alguna solución menos unidisciplinar. Teorías económicas muy hermanadas con la sociología y la ciencia política, como el institucionalismo de la línea de Coase y North, sugieren tácitamente un mensaje que permite al observador menos desprevenido identificar que la pobreza es multidimensional y por tanto la solución tiene una orientación transversal con el resto de ciencias sociales.

Cuando en América Latina la mitad de la población estuvo inmersa en la pobreza, la corrupción era acuciante, los indicadores de desarrollo humano eran adversos y la violencia se escalaba hasta los más altos picos de lo tolerable, los policy makers sintieron algo de vergüenza y en buena parte de los sectores empezaron a cuestionarse que, a pesar de tener un sistema económico bondadoso, los resultados del mismo son bien discretos y muy por debajo de lo esperado. Al parecer nuestros importadores del sistema traído del mundo desarrollado obviaron el pequeño detalle, la letra menuda del contrato: el sistema capitalista y basado en una economía de mercado parte del supuesto que el marco institucional, los sistemas legales y políticos son sólidos, conocidos y eficientes. Y es apenas lógico si se considera que los países con mayor inmersión en el sistema, como Suiza, Singapur, Japón o cualquier estado europeo occidental presentan estabilidad política e instituciones que minimizan los costos sociales (bajos niveles de violencia, delincuencia, crimen organizado, por citar algunos ejemplos) y protegen acertadamente a la propiedad privada, sin eximir la responsabilidad que debe investir al Estado para proteger a la propiedad colectiva. Allí cayó Latinoamérica y hoy, quienes gritan en contra del capitalismo como culpable de las más grandes desgracias, encuentran eco y cometen locuras ante la negligencia de quienes propenden por el sistema capitalista pero no se han cuestionado sobre la bajísima calidad de las instituciones, especialmente las colombianas.

Las instituciones, en un sentido general, son el conjunto de reglas que sintetizan incentivos para el intercambio, el desarrollo, la acumulación de capital y el crecimiento. Pueden ser la constitución, las leyes, las cortes, el Congreso, el Gobierno y en general todo el aparato legal de la nación que posibilita la regulación efectiva de las conductas humanas. Claramente en Colombia los altos índices de violencia, corrupción e ineficiencia en el gasto público y la inversión privada sugiere una baja calidad, que no dista de observaciones empíricas sobre un sistema judicial lento, un congreso inoperante en lo decisivo y unas instituciones jurídicas y económicas difusas que no delimitan los derechos de propiedad y hace costoso el intercambio (clima de negocios desfavorable en la mayoría de ciudades colombianas, con relación a otras ciudades de la región). Bien decía North que la diferencia entre los países ricos y los pobres dista de ser exclusivamente el ingreso: es la calidad de las instituciones, que en un lado han sido benévolas con el desarrollo y en otras latitudes lo han impedido.

En ese orden de ideas, la agenda económica de la nueva década debe ir más allá de una simple política fiscal y monetaria coordinadas y efectivas a la hora de estimular la demanda; la nueva agenda económica debe permitir la reprogramación del aparato institucional del país, traducido en el fortalecimiento de los sistemas legales, el establecimiento de incentivos para el ahorro, la innovación, el crecimiento, la asignación eficiente de recursos y el buen gobierno de las organizaciones. La nueva década impone pensar en una economía menos dependiente de la informalidad, de la producción de bienes de bajo valor y de servicios que requieren un uso bajo de capital humano: además de propender por la formalización de la actividad económica, la inversión en infraestructura estratégica de transportes y comunicaciones, la producción de más y mejores bienes y servicios y en general el crecimiento económico, debe promoverse un nuevo contrato social que depure al sistema político y logre la eficiencia de los sistemas legales. Un buen ejemplo de esto es lograr una reforma que modifique el esquema impositivo, aún estructuralmente inadecuado, un nuevo esquema de sistema de salud y un Estado que logre satisfacer con servicios básicos de calidad (justicia, salud, educación, acueducto, alcantarillado y vivienda) a la mayoría que hoy carece del acceso a éstos, así como un nuevo código de Buen Gobierno que empiece por proscribir de una buena vez al clientelismo y la corrupción de la Administración pública. Quizás inspirarnos en el sentido weberiano de la administración del Estado no estaría de más.



*Última columna del año.

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