La revolución de papel
Un sombrío personaje dirige una no menos sombría reunión, indiscretamente celebrada por el Gobierno del país anfitrión, en donde se proclama a la revolución más como el producto de la paranoia que de la concienzuda reflexión de sus implicaciones. Narciso Isa Conde, detestable dominicano de la izquierda más rancia e intransigente de América Latina, se sienta junto a otros lúgubres personajes bajo la mítica mirada del 'Ché' Guevara, vitorea y se regocija con el mensaje enviado por el máximo líder de las FARC, quien más que tener pretensiones de entrar a formar parte de la Coordinadora Continental Bolivariana parece referirse al auditorio como uno de los bastiones fuertes del directorio. Su mensaje, lejos de ser disuasivo, se asemeja al mensaje que el líder de una organización envía a sus subordinados. Pero más allá de la paranoia del imperialismo yankee, ¿qué identifica a la Coordinadora?.
Quizás ni Isa Conde ni el mismo presidente Chávez entiendan muy bien lo que representa pregonar las luchas sociales y la rebelión de los pobres, la lucha contra las oligarquías sanguinarias y la instauración de un regimen basado en el poder popular y las relaciones de producción horizontales más retrogradas sustentadas en el socialismo del siglo XXI, cuya diferencia del socialismo de antaño es que "éste es más aburrido: sabremos cómo termina", en palabras del ex presidente español José María Aznar. La Coordinadora Continental Bolivariana es el brazo ideológico de la revolución que desde Miraflores quiere extenderse a todo el continente americano, sin excepción, poniendo en riesgo lo poco que se ha obtenido y bajo una lógica económica detestable: apostar a algo que ciertamente reportará una pérdida mayor que el beneficio esperado. Desde la CCB, que estoy convencido actúa más como el frente internacional de la guerrilla colombiana de izquierda que como una reunión de delegados que buscan salidas eficientes a las desaveniencias sociales, se fragua toda clase de contubernios, tan lúgubres que ni sus mismos promotores son capaces de asomar su rostro a la opinión pública para defenderlos.
Por un lado pregonan una revolución que hoy está consagrada en las constituciones de algunos países de la región pero que debe causar escalofríos a revolucionarios realmente conscientes de la trascendencia de sus actos. Comparar a Isa Conde, Chávez o Morales con Marat, Robespierre, Desmoulins y el mismo Lenin en la Revolución bolchevique es semejante a un sacrilegio histórico. Los primeros cambiaron el obtuso contrato social francés del siglo XVIII y definirían buena parte del rumbo de la Historia de occidente por los siguientes dos siglos, cuando menos. Por su parte, Lenin cambió para siempre las bases más profundas de la sociedad rusa, que en los comienzos del siglo XX aún conservaba rasgos del feudalismo, y la llevó al recién concebido socialismo que determinó buena parte del orden mundial hasta la última década del siglo pasado. Quizás los nombres de estos hombres estarán en el imaginario popular durante mucho tiempo más toda vez que impulsaron verdaderos cambios con impacto profundo en la Historia, ¿por qué menospreciar entonces a nuestros líderes latinoamericanos de corte revolucionario?. Hasta la fecha ninguna revolución se ha negado a saciar su sed con sangre. Quizás la única forma de idear cambios en un siglo XVIII e incluso en las primeras décadas del siglo XX las rancias estructuras sociales era presentar un modelo social y económico innovador con posibilidades reales de éxito, impulsado por la fuerza militar o la violencia popular. En la Francia monárquica el esquema impositivo exacerbaba los ánimos del pueblo mientras el atraso y olvido de los campos frustraba a los campesinos rusos, dueños de muchas de las más extensas tierras del mundo, además que el acceso a la información era limitado, no existían mercados y no se tenía un marco institucional que promoviera el desarrollo. Para el siglo XXI la situación no parecería muy diferente en algunos lugares si no estuviésemos en condiciones de decir que el modelo que propone la Coordinadora se probó y fracasó y que gozamos de un sistema que no ha sido bien aplicado pero que en casi buena parte del globo ha reportado satisfactorios resultados, como el hecho de haber creado tanta riqueza en cincuenta años como nunca antes. No obstante el problema no es cuánto se creció sino la falta de un arreglo que permitiese a más disfrutar de esas riquezas.
Pero realmente corregir la marcha de un sistema que privilegia el crecimiento no requiere de una reacción sanguinaria y violenta de sustraer a los ricos para dar a los pobres. Los regímenes que hoy avalan la insurrección popular verán derrumbar sus sueños simplemente por su incapacidad de promover la creación de riqueza y de privilegiar un modelo insostenible de corte redistributivo. Reasignar miseria, característica de los países latinoamericanos, no es la mejor forma de combatir la pobreza. El modelo que culpabiliza a quienes ostentan privilegios de la situación de los desposeídos condena a la naciones a la división más absurda mientras proscribe para siempre a la productividad, en últimas la determinante de la riqueza de cada individuo. Mientras en América Latina se encierran a discutir si patria, socialismo o muerte, millones esperan algo más que una ordinaria conmiseración, más que recibir un pedazo de pan que estuvo en la boca de un rico. Eso no es justicia social y no justifica avalar insurrecciones armadas, con matices de terrorismo. Si vamos a ir a la guerra por las sobras de la cena, más vale quedarse en casa y conservar las pocas energías para la hambruna que sigue.
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