Es característica común de los países más desarrollados plantear debates que trascienden en sus modos y formas al común de las discusiones. En Francia recientemente el Gobierno estableció que para 2012 las Grandes Écoles, es decir aquellas universidades que en Colombia podríamos caracterizar por aquellas instituciones acreditadas y que concentran la mayoría de la demanda de cupos universitarios, deberán admitir en sus aulas a un 30% de estudiantes becarios provenientes de sectores vulnerables de la sociedad. Si bien la iniciativa gubernamental busca crear una serie de incentivos a la movilidad y la promoción sociales que permita que aquellos que carecen de los recursos y las aptitudes accedan a las universidades que forman a las élites francesas, que también hay en Colombia, y en teoría debería contar con el respaldo de los patrones de estas escuelas, gran sorpresa causó en buena parte de la opinión pública la respuesta contenida en la déclaration de la Conférence des grandes écoles (declaración de la Conferencia de las Grandes Escuelas) en la que se manifiesta, de un modo ciertamente reaccionario, su rechazo a la iniciativa del Estado francés.
La iniciativa del Gobierno francés es sencilla: las Grandes Escuelas deben en 2012 haber flexibilizado sus requisitos de admisión, casi todos consistentes en rigurosos examenes de conocimientos y aptitudes que la educación precaria que recibe un estudiante proveniente de un sector vulnerable no podría asumir (p. e., dominio de una lengua extranjera), con el fin de garantizar que este tipo de individuos accedan con mayores facilidades a una preparación propia de élites. Ciertamente es un aspecto propio de promoción y movilidad sociales. En la edición del cotidiano Le Monde del 06 de enero aparece una columna escrita por dos de los personajes más relevantes de la alta sociedad francesa, Francois Pinault y Alain Minc, el primero un importante industrial con una de las mayores fortunas de Europa, dueño del grupo Pinault-Printemps-Redoute, cuya más insigne empresa es la marca Gucci, y el segundo un importante ensayista y analista económico ligado al cotidiano de centro izquierda Le Monde y cercano al gobierno de Nicolas Sarkozy. En su disertación se apela con vigor a que la iniciativa de establecer una participación de estudiantes becarios en las principales universidades de Francia es un asunto que pasa por el equilibrio de la sociedad y la promoción social y que establecr excepciones en los mecanismos de admisión de las Grandes Escuelas no es un acto suicida.
No se niega que las élites que se han formado en las grandes universidades han tenido éxito en la dirección del país, desde el sector privado y público, y más particularmente en el caso de los estados desarrollados. Las principales economías del mundo se han dotado de líderes cuya formación es impecable y permiten ostentar un alto nivel de gestión y visibilidad internacional. Pero porque este sistema sea sólido y eficaz no implica que no pueda aceptar un cambio que amplíe las posibilidades para quienes acceder a un mundo de élites es más difícil, con mayor razón en el sistema republicano donde la igualdad de oportunidades es un principio fundamental que sustenta los derechos civiles, políticos y económicos que invisten a todo ciudadano; bajo ninguna circunstancia es admisible pensar que un sistema de formación de élites así esté amenazado por una flexibilización promovida por el Estado. Si no se reconociése las bondades de esta propuesta gubernamental, que puede replicarse en muchos países, podría estarse pensando como el principe de Lampedusa, quien vagamente pensaba que "hay que cambiarlo todo para que nada cambie".
En términos genéricos, abandonando el caso francés que motiva estas palabras, los casos de movilidad social no pueden ser tratados como exiguos. La diferencia entre un país pobre y uno rico trasciende al simple análisis del nivel de renta y abarca dimensiones mayores. Para ilustrarnos consideremos lo que Alejandro Gaviria cita en uno de sus trabajos sobre el tema: las diferencias entre un hijo de padres sin educación primaria en América Latina y uno de padres con educación superior en la misma región en años de educación equivale a seis años, lo que puede ser toda una profesión de diferencia. En los Estados Unidos y Europa es factible pensar que la diferencia en esos mismos términos no supera los dos años en idénticos casos. Pero si se compara a un hijo de padres con educación superior en América Latina con uno de iguales condiciones en la Unión Europea o los Estados Unidos la diferencia es realmente despreciable, apenas perceptible.
La movilidad social está asociado a los movimientos que dentro del sistema socioeconómico realizan los individuos, las familias y las organizaciones. En términos del sistema capitalista imperante en gran parte del mundo, la movilidad social sustentada en la educación, que a su vez facilita la acumulación de conocimientos en una economía post industrial, es el mecanismo ideal por el cual puede crearse riqueza y facilitar los procesos de distribución de la misma, cosa que no sucede en un sistema de planificación central donde el sistema educativo opera como mecanismo de constreñimiento ideológico pero nunca como un mecanismo de promoción social dado que el entorno no permite una variación en el nivel individual de rentas o de oportunidades. No extraña, como lo sugiere Benabou en su teoría del Prospect Upward Mobility, que cuando la movilidad es mayor menor es la proporción de agentes que privilegian la redistribución y del mismo modo mayor será el apoyo a las economías de mercado. No obstante es difícil negar que cuando las sociedades se complejizan deviene perfectamente pláusible una mayor división social del trabajo, que favorece en el ambiente la idea de la desigualdad social que proviene de una disfunción entre el discurso de posibilidades y su efectiva realización. Cuando ésto sucede, estoy convencido de ello, iniciativas promovidas por el Estado permitirán crear fuerzas integradoras que, como en el caso de la propuesta del 30% en Francia, favorecen la integración social, la movilidad y la distribución sin acudir a propuestas populistas que prefieren la redistribución con costos elevados que se descuentan en la productividad de los factores y en las expectativas de los individuos de mejorar sus condiciones de vida.
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