El discurso social, ¿realidad o gancho electoral?


En épocas electorales, como la que vive Colombia este año, es común oír a gran parte de los candidatos a las diferentes instancias políticas del Estado enfilar sus discursos hacia lo que genéricamente se ha denominado lo social, un término ambiguo y difuso cuyos límites son inciertos. En particular a la terminación del Gobierno de Álvaro Uribe muchos candidatos han logrado vender con cierto éxito que luego de dos periodos en que el gran interés estatal fue recuperar el monopolio de la seguridad, la defensa y la autoridad institucional, cosa que aún dista de consolidarse, es hora de volver a lo social, que no es más que efectuar una política social más fuerte y con mayores logros tangibles para los electores.

Ciertamente el discurso social tiene mayor acogida en un país mayoritariamente pobre y que dista de tener las condiciones propias de un estado moderno del primer mundo, que aunque ostente esa posición no está exento de crisis sociales como el asunto de la reforma del sistema de salud de los Estados Unidos lo sugiere. Para una población como la colombiana es bien difícil creer en políticas sociales de largo plazo, dada una fuerza laboral que ostenta en general unos bajos ingresos producto de la escasez de empleos bien remunerados; donde abunda la informalidad; donde la mayoría no ostenta ninguna propiedad o bien si la tienen son producto de títulos falsos sobre terrenos generalmente en litigio, como lo demuestra la durante muchos años creciente población de las laderas de las grandes ciudades; en donde el sistema de salud funciona en condiciones muy por debajo de las preferencias de los individuos y en el que el Estado históricamente ha tenido una gestión reprochable en la provisión de bienes públicos de calidad y suficientes para suplir, al menos en lo que a seguridad social se refiere, las carencias naturales de los contextos de pobreza.

Sin embargo con tristeza hay que pensar que el discurso social generalmente se presenta ante algunos como una hermosa obra teatro. Todos admiran su sincronía y magistral mise-en-scène pero pocos tienen consciencia sobre todo lo que debe hacerse para llegar a ese punto admirable. Por eso mi aversión al discurso social de extremos, aquel que invoca las reivindicaciones de los pobres y supone que todo el universo está aliado con los grupos de poder para conspirar y así perpetuar a la pobreza, porque oculta lo que hay que hacer para llegar al óptimo ansiado en el que la política social provea a todos los ciudadanos de educación, salud, empleo y, en general, bienestar. Desde diferentes corrientes del pensamiento, la política social termina inevitablemente vinculada con la gestión macroeconómica de los gobiernos y las agencias estatales encargadas de la asignación, la distribución y la estabilización. Una muestra de ello es que durante la gran parte del siglo pasado los servicios de seguridad social estaban enfocados en orientar a la oferta de estos desde una iniciativa puramente estatal, de allí que las primeras universidades si no eran católicas eran del Estado, los grandes centros de salud pertenecían a un esquema de administración pública engendrado en un instituto de dedicación exclusiva y el empleo seguía dependiendo de los incentivos que el Gobierno produciese para del mismo modo generar más puestos de trabajo, aunque el Estado era por naturaleza una poderosa organización burocrática capaz de hacer que incluso pequeños asentamientos tuviesen como primera fuente de empleo para sus habitantes a la administración municipal y los contratos que en torno a ella se generaran.

Pero el resultado del escenario anterior en un país como Colombia en que las condiciones de conflicto y violencia política han estimulado a la corrupción en el sector público y algo en el sector privado no podía ser menos que desastroso. Altas cargas fiscales que hacían crónicos a los déficit en el presupuesto del Estado mientras los resultados cada vez eran más discretos. No existía cobertura universal en educación ni en salud ni mucho menos había logrado detenerse la creciente oferta en el mercado laboral que no encontraba demandantes. En términos muy escuetos: los costos de mantener los sistemas de seguridad social eran muy superiores a los beneficios esperados. De allí que había que pensarse en una alternativa. Y la Ley 100 de 1993, por ejemplo, fue una muestra de la decisión del Estado de cambiar las estructuras de los sistemas de seguridad social y permitir en ellos la gestión de agentes privados capaces de administrar un sistema que crecía y que enfocaba sus esfuerzos esta vez en la demanda, es decir, pone su énfasis en el usuario, que según el caso aporta para el mantenimiento del sistema en paridad con el Estado mientras usuarios sin medios reciben beneficios subvencionados. Para muchos supuso la liberalización de los servicios de salud y pensiones y permitir que las fuerzas del mercado hiciesen parte del trabajo al que el Estado había decidido renunciar. Ya en el caso concreto del sistema de salud fue la falta de planificación financiera la que impidió divisar en el horizonte el punto en el que sencillamente no habría más dineros para mantenerse y que alcanzar la cobertura universal, lograda en los últimos años al unificar los regímenes subsidiado y contributivo, supondría la estocada final.

El discurso social pone énfasis en los problemas pero rara vez cita las soluciones, quizás porque no conviene que un elector sepa que tales soluciones son dolorosas o simplemente restan magia a las palabras que proclaman la cobertura universal y el bienestar. Todos soñamos con llegar a un punto en el que se encuentra un país como Suecia, pero, ¿alguien sabe cómo se sostiene el sistema de seguridad social?, ahora, hay que tener en cuenta que ese país tiene 6 veces menos población y cada ciudadano percibe casi 10 veces el ingreso promedio de un colombiano. De otro lado, no cabe duda que la política social tiene que ser fuerte e impetuosa, aspirar a la educación universal en lo básico y aumentar el número de cupos en la educación superior y pos gradual, permitir un sistema de salud sano financieramente y dotado de los mecanismos suficientes para su correcta administración así como unas tasas de paro lo suficientemente bajas como para pensar que no es un asunto preocupante. Pero por ejemplo con el crecimiento estructural de la economía colombiana en tasas discretas y la baja productividad de los trabajadores, en donde radica gran parte de la pobreza, es poco probable que ese escenario sea factible en el corto plazo. Quizás ese patrón de comportamiento del país se rompa si se alcanza un crecimiento económico sostenible y elevado, con una coordinación adecuada entre política fiscal y monetaria e inversiones en innovación y desarrollo, algo que no se alcanza en un periodo corto; pero queda en el ambiente una pregunta, que no es excluyente con el imperativo de la visión de largo plazo, ¿qué hacer en el corto plazo para incentivar el empleo?, existe una muy buena evidencia que presenta la correlación entre los altos costos laborales en Colombia (parafiscales, con los cuales se financian el SENA y el Bienestar Familiar) y la informalidad creciente de la economía, que actualmente alcanza al 55% y en casos más extremos apoya la idea según la cual estos altos costos son parte funcional del paro. Así mismo las exenciones al capital (deducciones en impuestos a los flujos de inversión privada) contempladas en el esquema tributario que pide un cambio profundo, han logrado desplazar a la contratación laboral para beneficio de los grandes capitales. Sin embargo debe tenerse como consideración que sin una demanda efectiva, que no es más que un mercado vigoroso, no se logra mucho. Claramente así los costos sean bajos para el empresario el incentivo para producir es y será una ganancia considerable y probable. Allí una muestra que lo social es mucho más complejo de lo que denota en un discurso.

No obstante, el análisis anterior, hecho a vuelo de pájaro, está enmarcado en un contexto que denota estabilidad en el resto de variables. En términos más claros, se hace suponiendo que en Colombia no hay nada más que hacer diferente a invertir recursos y esfuerzos en seguridad social y fomento del empleo. Pero como bien somos conscientes eso no sucede y es absolutamente impensable que un país que camina sobre la delgada línea de la paz y la guerra todos los días crea que el gasto militar, por ejemplo, debe ser proscrito. En conclusión, parece que Montesquieu formula una clave interesante: "las democracias deben guardarse de dos defectos: el espíritu de la desigualdad, que lo conduce a la aristocracia, y el espíritu de la igualdad extrema, que lo conduce al despotismo."


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