El mercado electoral colombiano
En un trabajo del Nobel de Economía Douglass North, hacia 1971, se aborda como característica inherente al fracaso económico la existencia de instituciones ineficientes. Además de haber dado un cambio trascendental en la economía política moderna los aportes de este economista parecen venir muy acordes al caso de Colombia, donde ya miramos la primera jornada electoral de la década con cierto dejo de desconfianza por la discreta labor de escrutinio de la Organización Electoral y la presencia aún en el escenario político de un débil liderazgo nacional, representado por el incongruente carácter regional de las votaciones para el Senado de la República que en la norma se establece como una circunscripción nacional; por otro lado la presencia de herederos de los políticos involucrados con grupos armados ilegales y bochornos clientelistas y populistas parece dejar en el aire un olor a "el delito paga" y lo hace bastante bien en temporada de elecciones. No quiero ser pesimista, realmente la alta participación en la elección de cuatro eminencias como senadores del Partido Verde, como lo es el ahora senador Sudarsky con su trayectoria inigualable y su propuesta de circunscripción unipersonal, resulta inspiradora y puede ser el principio de una transición y un cambio necesario en las instituciones políticas del Estado. Pero no puedo dejar de pensar que el sistema electoral colombiano, que en lo sucesivo caracterizaré como un mercado político en el estricto sentido económico (no porque la oferta y la demanda de candidatos y sufragantes determine un precio de equilibrio del voto, que no sería más que una alegoría elegante a la corrupción), es aún permisivo y sus mayores taras son cerrarle las puertas al voto de opinión, que denominan así algunos analistas, y privilegiar a las maquinarias electorales, lo cual no es necesariamente malo de no ser porque dentro de las maquinarias aún persiste el tufillo clientelista y politiquero.
Evidentemente los resultados electorales, representados en un mercado político determinado por los costos de la negociación entre candidatos y electores, encierran un conjunto de características que trascienden la unidimensionalidad común en esta clase de análisis. Por una parte juega claramente una cesta de valores apegados a las culturas y las creencias que en conjunción con las instituciones vigentes (las reglas formales enmarcadas en la legislación ) y el conocimiento (el hecho que un votante sepa plenamente en qué consiste el ejercicio del sufragio y sus implicaciones) determinan una estructural institucional de la sociedad. Consideremos para aclarar lo anterior con un ejemplo basado en los resultados de ayer en las legislativas: el departamento de Putumayo, uno de los entes territoriales más atrasados del país en casi todos los aspectos relacionados al Desarrollo humano, presentó una preferencia por el movimiento Apertura Liberal, auspiciado por quienes un año atrás protagonizaron la mayor estafa en la historia reciente de Colombia y que empezó en esta región. Mientras tanto el departamento de Santander se mantuvo a su tradición liberal y el Valle del Cauca, una de las regiones más prósperas del país, se casó con las mayorías del Senado, con el Partido de la U. Así parece que la cadena de incentivos en cada región precipitó resultados que reflejan muy bien la conjunción planteada hace unas líneas: Putumayo premió a quienes se apropiaron indebidamente de recursos de los ciudadanos y castigó al Estado por haberlo detenido, algo que no es menos que paradójico, mientras el cacicazgo electoral es más fuerte en la Costa norte del país y por ello la esposa de un importante dirigente cuestionado por sus vínculos con los grupos de Autodefensas obtuvo una de las seis mayores votaciones de las elecciones al Senado, aunque, sin demeritar su campaña, ella no presente una credencial llamativa diferente que justifique su entrada a la principal institución política del Estado colombiano que ser la esposa de un querido dirigente político. Si la lógica sugería un voto sanción a quienes participaron en oscuros pactos políticos y a sus herederos, la realidad muestra que no fue así.
Como variable, lo anterior difícilmente será abolido de un plumazo. El conjunto de conocimientos y creencias de los individuos no se modifican por movimientos bruscos. El cambio institucional de la sociedad toma una secuencia incremental y ello implica que si bien las estructuras son cambiantes no es posible que lo hagan de forma previsible e instantánea. Lo que sí puede hacerse es generar los mecanismos que permitan eventualmente constreñir las conductas que alteren el equilibrio frágil del mercado electoral colombiano, donde la información suele perturbarse con facilidad en la medida en que se transmite entre los diferentes canales diseñados para que esta llegue al elector. En tal caso conviene recordar que si el esquema electoral de antaño sirvió para las condiciones de entonces de la democracia colombiana, en un contexto definido por el constante cambio es muy probable que en la actualidad ese esquema esté lejos de ser el óptimo. De allí la necesidad del cambio.
Por otro lado es conveniente mencionar que el esquema de incentivos es vital en todo funcionamiento de un mercado, incluido el electoral, es esencial en los procesos de desarrollo. Pero en el caso contrario unos incentivos mal concebidos (como incitar al voto teniendo como herramienta para atraerlo toda clase de contravenciones a la norma) los efectos pueden ser adversos. No deja entonces de llamar la atención que los mayores casos de corrupción se presentan en comunidades rezagadas en todos los aspectos. A su vez, es necesario entender que el sistema electoral colombiano funciona como una institución, que si desea favorecer el desarrollo se hace imperativo que pueda adoptar las contingencias, es decir, que permita las pruebas ensayo y error y que tenga capacidad para eliminar las soluciones no eficaces. De ese modo nuestro sistema permite lo primero de forma casi mórbida pero lo segundo lo ignora por completo, de lo contrario la corrupción se habría proscrito o al menos llevado a niveles irrisorios. Celebremos que Colombia aún goza de la posibilidad de participar en los procesos de decisión social, que parece ir en franco declive en naciones vecinas, pero no por ello olvidemos que una vez más tenemos una tarea incompleta. Es hora de cambiar el conjunto de reglas que delimitan el comportamiento y la conducta de los agentes dentro del mercado electoral colombiano. Es hora que por fin el incentivo a votar sea el deseo ferviente de progresar como nación y no el apetito voraz de quienes sufragan en función de sus intereses personales, casi siempre teñidos de corrupción. El alimento de hoy no garantiza un vientre satisfecho mañana.
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