Criminalidad en Colombia: ¿de quién es el muerto?
Aparecen las cifras que revela Medicina Legal sobre la composición de los homicidios en Colombia y como era de esperarse los análisis mezquinos no tardaron en aparecer. Según la directora del instituto forense colombiano sólo el 8% de las muertes violentas en Colombia están asociadas al conflicto interno, es decir, el 92% de los asesinatos en el país se cometen por motivaciones criminales, delincuencia común, violencia intrafamiliar y fenómenos asociados a la violencia urbana que, según el mensaje tácito del informe y de los análisis posteriores, no se relacionan con el conflicto armado. Para un observador desprevenido la aseveración que dice que la violencia urbana no se cointegra con el conflicto armado pasa por cierta, no obstante algunos análisis sugieren lo contrario, argumento que finalmente resulta mucho más consistente.
Por una parte parece conveniente mencionar que si la proporción de muertos por el conflicto armado fuese superior, o en el peor de los casos fuese la mayor causante de muertes violentas en el país, el escenario debería ser muy similar al de una nación como el Congo y no como el actual que si bien no es el esperado por lo menos acerca a Colombia a la realidad de un país occidental que no padece un conflicto interno. Pero por otro lado y en un sentido menos trivial, la existencia de una baja tasa de homicidios imputable al conflicto armado sugiere que quizás las épocas de la violencia política, en donde los asesinatos en su mayoría se contabilizaban producto de acciones violentas de las facciones beligerantes, es un pasado oscuro y que la realidad, que parece ser la evolución de la violencia en el país hacia fenómenos mucho más dispersos y difíciles de atacar, evidentemente ha cambiado. Eso sugiere que las políticas públicas de seguridad han dado resultado si se les analiza como la herramienta para recuperar la defensa estratégica del Estado contra amenazas que se cernían sobre aspectos claves del funcionamiento de la nación, como las instituciones políticas, la justicia, las fuerzas de seguridad y el desempeño económico. Claramente la estabilidad institucional es lo primero que se derrumba en los conflictos políticos y Colombia corría el riesgo, hace no más de una década, de ver erigir junto al débil Estado constitucional uno paralelo capaz de disponer de tierras, de imponer condiciones a la movilidad de los factores - retención de personal de empresas, cobro de impuestos para financiar la revolución y constreñimiento violento a las empresas y organizaciones sin disposición a contribuir a la causa- y de causar un daño serio a la imagen internacional del país y por ahí derecho afectar dinámicas como la inversión que empuja al desempeño económico.
Pero el problema de fondo de la violencia y el crimen en Colombia no se separa mucho de lo que padecen ciudades como México o Río de Janeiro, metrópolis prósperas de países ciertamente estables en lo político pero verdaderos epicentros del tráfico de drogas ilegales. En el caso particular de Colombia es perfectamente plausible calcular una cointegración supuesta de entrada entre el narcotráfico y su disposición geográfica y la presencia de fenómenos de violencia mucho más arraigados, además de corrupción y mayor ineficiencia estatal. De allí que ciudades como las del Eje Cafetero, Medellín y Cali, donde durante muchos años hubo puja entre carteles con ejércitos privados y guerrillas otrora revolucionarias y ahora simples bandas de traficantes, sean significativamente más violentas que otras ciudades donde si bien hay crimen y delincuencia el comportamiento de estos fenómenos es más discreto. De allí emerge una conclusión importante: el conflicto armado colombiano, como se motivó en la década de 1960 cuando surgieron las FARC y el ELN, dejó de existir. Lo que hay ahora no es una guerra civil ni una diferencia radical entre tendencias políticas. Es una guerra entre intereses económicos muy poderosos engendrados en el tráfico de drogas ilegales, un combustible inagotable para que una guerrilla de izquierda mantenga su intención de derrocar al Estado por las armas pero también un aliciente para estimular conductas delictivas que parten desde la fácil permeabilidad de las instituciones estatales y se irriga por los diferentes segmentos de la sociedad hasta materializarse en violencia urbana por el control del microtráfico, las denominadas vendettas y la rivalidad territorial, muy común en los extramuros de las grandes ciudades. Finalmente fue el narcotráfico la conexión que permitió que la diferenciación entre conflicto armado y violencia y crimen urbanos sea difusa y casi que innecesaria. Si bien conflicto armado puede no haber, es ingenuo creer que la violencia común sea proscrita.
Ahora en Cartagena el Foro Económico Mundial se pregunta las salidas al problema de la violencia y del crimen en América Latina. Pensar en una solución para México y la creciente violencia fruto de la guerra contra el narco es una cosa mientras Colombia demanda otra clase de arreglos. Hace mucho tiempo se superó la etapa de la guerra civil y la participación de los grupos armados en hechos delictivos como masacres, secuestros y el tráfico de drogas hizo que la separación entre hechos violentos se fuese diluyendo. De allí que es el narcotráfico el motor de los elevados índices de violencia de países como Colombia, México, Venezuela y Brasil y claramente demanda herramientas de política pública mucho más eficaces. Por un lado herramientas muy teóricas y de ejecución lenta como es el hecho de fomentar la transparencia en la gestión estatal, dotar de recursos suficientes a la justicia y garantizar que además de los derechos de propiedad, se garantice el funcionamiento eficiente del Estado -quizás en un sentido weberiano del orden, de la autoridad, del mérito de quien ejerce el poder público y de la jerarquía-, pero existe además herramientas de políticas mucho más prácticas y que atacan el problema en un corto plazo. Evidentemente la acción armada logra copar espacios estratégicos, sin embargo se presenta una especie de ballon effect, dado que los actores armados en respuesta a la represión estatal se desplazan de un espacio a otro, de uno ocupado por el Estado a otro donde su presencia es relativamente débil. Así que el otro punto de apoyo de la política de corto plazo es visualizar los incentivos del crimen que casi seguramente están en la rentabilidad del negocio de las drogas. Mientras este negocio subsista existirá conflicto y violencia, sin duda el elemento desestabilizador a la región es el narcotráfico y sus estructuras mafiosas. Ahí aparecen voces que promueven la legalización del tráfico como alternativa para restar poder económico al mercado de las drogas, motor de la violencia desenfrenada por su control; ¿de quién es el muerto?, eso no importa, ¿por qué hay muertos?, es la pregunta que debemos contestar.
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