El derecho a la justicia

"Las naturalezas inferiores repugnan el merecido castigo; las medianas se resignan a él; las superiores lo invocan." Arturo Graf

En la noche del domingo se presentó un documental, sin dejar de lado el sensacionalismo característico de los programas de investigación, que puso de manifiesto la existencia de una tara severa en el sistema judicial colombiano que bien merece la atención de gobernantes, legisladores y hacedores de la justicia. Por una parte está sentado un gran problema económico al interior de los estrados judiciales: mientras el crimen tiene tasas ascendentes y rendimientos crecientes, la acción efectiva de la justicia tiende a mantenerse constante en el mejor de los casos y por consiguiente ostenta unos rendimientos decrecientes. No en vano estiman algunos analistas que hoy en Colombia existen represados en las cortes judiciales cerca de 1 millón 800 mil casos, muchos de ellos con varios años de documentación acumulados y que imprime al sistema legal colombiano un inevitable aire de impunidad manifiesta.

El contexto en el que se desenvuelve un sistema judicial es simple. Para que una sociedad tenga elevados niveles de bienestar y las preferencias sociales estén privilegiadas sobre las preferencias individuales debe existir un poder judicial efectivo, eficiente y eficaz; es así que las cortes se constituyen en el principal arreglo institucional formal del que goza toda nación y por tanto es la mayor restricción a los excesos que suele traer un modelo de libertades. No obstante en Colombia, un país con alta propensión a la ilegalidad, al delito y al crimen, especialmente acentuado por un fenómeno socio económico como lo es el narcotráfico, el sistema judicial es insuficiente, ineficiente y en algunos casos es cómplice de lo ilegal.

Por una parte los pequeños delitos en Colombia pasan desapercibidos ante la justicia. En un sistema económico donde prevalecen los incentivos, suele suceder que el pequeño delito incuba el gran crimen, ¿cómo se explica ese mecanismo de transmisión?, por los incentivos que ya se mencionó. El delincuente menor, bien por necesidad o bien por negocio, incurre en infracciones a la ley ante la existencia de un incentivo poderoso: no hay castigo ni represión que objete su conducta indebida y por tanto siempre se expondrá a incrementar el nivel de sus infracciones. En el mejor de los casos un delincuente menor encuentra como restricción una objeción de conciencia -cosa que opera una vez, pero no dos-, pero salvo el riesgo de ser detectado y procesado unas cuantas horas no existe motivos para pensar que hay disuasión al delito menor. Un ladrón que roba bienes de valor inferior a los cuatro millones de pesos -cifra que estima el Código Penal colombiano como tope de los delitos menores- sabe muy bien que en el sistema colombiano no habrá castigo ni cobro de la infracción, salvo unas cuantas horas en un centro de detención de la Policía. Y ciertamente quien roba más de cuatro millones de pesos es ya un delincuente con una gran logística a su disposición que no se va a dedicar a asaltar vehículos de transporte público, peatones o clientes de bancos que usan los cajeros electrónicos.

La queja común en Colombia es sobre la Policía, por su supuesta inoperancia. Evidentemente un ciudadano víctima del crimen menor se sentirá ofuscado cuando la autoridad policial no reacciona como se esperaría. Sin embargo vuelve a la luz el problema de los incentivos, ¿se han preguntado ustedes cuál es la motivación de un patrullero de la Policía Nacional para actuar contra un delincuente que asalta peatones en una concurrida avenida del centro de una ciudad si es el más consciente de todos que más será el costo de actuar en tanto que autoridad que el beneficio de hacerlo (en otros términos, más rápido será puesto en libertad que en ser capturado)?, no se puede deslindar que la conducta de un miembro de los cuerpos de policía está ligada al incentivo y lo más mínimo que éste espera es que si captura a un delincuente este sea procesado y castigado.

Pero por otro lado, ¿cuál debe ser el castigo a un ladrón que usurpa veinte mil pesos de un peatón (suponiendo que hubo agresión física pero no herido ni muerto, como sucede mayoritariamente en las calles colombianas?, lo pregunto porque efectuar el castigo es mucho más costoso que el delito mismo. No tiene sentido que una audiencia de imputación de cargos que cuesta 20 o más veces que el delito sea el medio adecuado para cobrar una infracción. Por lo menos no es la salida adecuada para quien comete un delito menor la primera vez; si la justicia pudiera reaccionar efectivamente y detener y procesar al delincuente primerizo es plausible hacer un cálculo en el terreno de los trabajos sociales obligatorios o lo que en la antigüedad se llamó sanción moral. Pero cuando un delincuente es procesado por cargos menores luego de sucesivas ocasiones de la comisión de sus delitos debería practicarse el principio de la progresividad, que no es otra cosa que castigar en una vez todas las infracciones cometidas a lo largo de cierto periodo. Si un ladrón ha robado 20 mil pesos en cinco ocasiones consecutivas evidentemente está movido ya por otros incentivos que merecen una reacción más firme de parte del Estado. Allí el castigo adquiere importancia.

¿Qué le queda al Estado?, la impunidad es un problema tan severo como la pobreza misma. Al partir del principio de los rendimientos crecientes del crimen y de los rendimientos decrecientes de la justicia es lógico creer que la solución es eminentemente económica, al menos en la primera revisión. Por proporción matemática, ante una mayor asignación de recursos en el ejercicio del delito mayor será el número de infracciones cometidas; consecuente con esto es intuitiva e inducida la respuesta desde el enfoque de la justicia. Una mayor asignación de recursos al sistema judicial lo hará más efectivo y proporcionalmente habrá más posibilidades de crear incentivos poderosos para cumplir la ley o para actuar en aras de su defensa -denunciar en el caso de los ciudadanos, detener en el caso de la autoridad policial-. El sistema penal colombiano es moderno, no obstante es pretender instalar el último software en un hardware obsoleto. Así las cosas queda una disyuntiva hasta ridícula: ¿software o hardware?

Al Gobierno y al Congreso le queda el imperativo ético de proscribir la impunidad. El problema de la justicia es mucho más administrativo de lo que se cree y depende de sus administradores que funcione y sea una herramienta para recuperar la legalidad. Mientras el sistema no cuente con recursos tecnológicos, técnicos y humanos de nada servirá equipar a la Policía con los más altos niveles técnicos. Finalmente es inútil llevar a un criminal en una patrulla con referenciador satelital y la última tecnología en el transporte de delincuentes si éste será dejado a disposición de un tribunal cuya herramienta más avanzada es un teléfono. Y a las pocas horas mirará desafiante a quienes lo quisieron castigar en vano desde la otra orilla de la misma calle en que fue detenido. Así el sistema parece que le sustrae al ciudadano el derecho sagrado a la justicia.

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