¿Quién debe ser el presidente?


Como pocas veces antes Colombia vive una época electoral atípica. Luego de dos semanas de los comicios electorales del Congreso, que aún no se configura definitivamente, queda claro cuál es el panorama político del país y sugiere que el uribismo, corriente de derecha conservadora, se mantiene fuerte entre el electorado colombiano. No es sorprendente ver ese resultado si se tiene en cuenta que por mal que le vaya al presidente saliente su aprobación estará por el orden del 70%, nada mal en una nación donde los presidentes entran por la puerta grande a la Casa de Nariño y salen como la cenicienta con el hechizo roto. Así las cosas es previsible que el próximo presidente sea alguien que en el caso más adverso para el uribismo tendrá tesis similares a las que, por lo menos en el papel, caracterizaron los últimos dos mandatos.

Pero un punto donde no hay un candidato que tenga el ímpetu para imponerse en la primera vuelta electoral sugiere que los votos no tienen un carácter endosable y que a pesar que, por ejemplo, Juan Manuel Santos es el candidato más cercano a Uribe, no existe necesariamente un indicio que plantee su victoria apabullante y definitiva. La opinión tiene una gran dispersión en torno a varios candidatos y personas como Mockus poco a poco absorben terrenos abandonados por competidores de trasegar errático, como Noemí Sanín y Rafael Pardo.

En la teoría económica, el asunto de la elección social cobra particular relevancia toda vez que la democracia es el mecanismo de decisión pública más aceptado más sin embargo, a pesar de ser el único aceptado, no logra ser bien concebido para funcionar como la suma de voluntades individuales. Fue así como la perspectiva de James Buchanan plantea la política sin romance, aquella a la que la mayoría de economistas había llegado y que sugería que la solución eficiente estaba en la regla de la unanimidad y el consenso, algo ingenuo dada su remota capacidad de realización. De ese modo se plantea que lo más lógico es que cuando las preferencias entre los individuos no logran conciliarse en una sola función social lo correcto es plantear un mecanismo que permita optar socialmente por la opción más preferida sobre las otras: en términos prácticos, por la más votada. En esencia esa es la democracia en ausencia de unanimidad.

Desde la teoría todo se ve magnífico. Cuando aterrizamos en el terreno de lo tangible es muy probable que ahora el problema no sea cómo se elige sino cuál debe ser la regla para la elección de la mejor opción entre tantas, es decir, contestar a la pregunta clave: ¿quién debe ser el presidente de Colombia?; en una parte están los promotores del llamado cambio, los defensores de la continuidad y aquellos que defienden a un candidato atacando al contrincante por sus posturas ideológicas, por sus errores políticos o por uno u otro escándalo en el que haya estado involucrados. Formas de hacer proselitismo pero que no responden al interrogante planteado. Por una parte hay que ser conscientes que Colombia está mejor que ayer pero indudablemente por debajo del nivel deseado para mañana; claramente el problema de la seguridad no compromete la estabilidad del Estado como a principios de la década pero no es un asunto ante el cual deba perderse el rumbo. Como está demostrado, no existe factibilidad para un arreglo político no violento que proscriba una expresión armada sustentada en la defensa de un rentable negocio basado en las drogas ilícitas que debe ser el objetivo del Estado, no las estructuras que en él intervienen. La salud, la educación, la adecuada provisión de bienes de uso colectivo suficientes y con la calidad requerida para saciar necesidades de desarrollo no dan espera. Sin embargo las propuestas deben ir matizadas por la factibilidad. Quien responda a la disyuntiva de promesas inspiradoras y viables deberá ostentar el voto decisorio, de lo contrario es mejor ir por lo poco seguro que ir por lo mucho al abismo.

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