Entornos generosos


La anterior campaña presidencial en Colombia estuvo particularmente atada a la discusión en torno a la corrupción como uno de los grandes determinantes del rezago social y económico de la nación. Cual canto gregoriano, la lucha contra la corrupción asumió un imperativo casi moral que muchos entendieron como un paso sine qua non e imperativo para superar buena parte de las perturbaciones que hoy afronta Colombia.

Ciertamente una discusión vital. Algunos cálculos estiman que cerca de 4 billones de pesos, algo así como el 1% del PIB colombiano, se van en contratos ilegales, sobornos y asaltos al erario público por parte de funcionarios del Estado. Llama la atención que regiones muy ricas por tener bajo sus suelos las mayores reservas petroleras hoy sean las más atrasadas, no obstante las ganancias que les quedan permiten intuir que deberían ostentar mayores niveles de desarrollo. El caso de las regalías petroleras expone con particular precisión el drama de la corrupción en Colombia. Si un municipio que no cuenta con infraestructura vial, educativa y de salud -tres elementos para impulsar la productividad y la competitividad- construye un centro recreativo que nadie está dispuesto a disfrutar, sólo por el hecho de presentar una obra suntuaria, está siendo presa de la corrupción.

No obstante el discurso anti-corrupción enarbolado por algunos candidatos en la anterior campaña, salvo unas buenas reflexiones del tipo ético y moral, jamás planteó realmente la magnitud del problema ni la magnitud de las soluciones que había que idear para superarlo. En alguna reflexión al momento de recibir Nobel de Ciencias Económicas, hace cinco años, Robert Aumann planteó que para hallar soluciones a los problemas conviene analizarlos primero con rigor científico. Entender el por qué de ellos y lograr explicarlos, como el médico que dedica su vida a estudiar el comportamiento de una enfermedad sin desarrollar aún la medicina contra ella, es el camino más seguro para una solución mucho más consistente y certera. En Colombia, salvo muy buenas intenciones, las soluciones planteadas en el marco de la lucha contra la corrupción han sido ineficientes.

Primero hay que entender que la corrupción es parte de un problema. Es determinante de unos entornos generosos para fenómenos como el narcotráfico y el delito. En ausencia de una administración de justicia efectiva, se incuban incentivos perversos que favorecen la ilegalidad y sin duda la corrupción en el Estado es parte de ese entorno favorable para las industrias del crimen. De entrada la corrupción adquiere más complejidad cuando es la base de una estructura de mafias que no permitirán su desaparición. La corrupción acelera el proceso de cooptación de las autoridades, es decir, la corrupción es un instrumento de los delincuentes para alinear los intereses del Estado con los intereses de los empresarios del delito.

Pero el otro problema está en la forma en que se organiza el Estado. No se puede plantear una lucha efectiva contra la corrupción si el Estado se expande en el nivel nacional, regional y local y carece de autoridades que vigilen, controlen y sancionen eficientemente; si se recurre a Williamson y sus teorías de la organización, el aumento en el tamaño de las organizaciones facilita que la información se perturbe y altere al momento que pasa entre los diferentes receptores. De nada sirve una procuraduría que sancione disciplinariamente, una contraloría que alerte tempranamente malas prácticas fiscales o un Gobierno Nacional abiertamente riguroso con la corrupción si la jurisdicción penal de la justicia permanece congestionada. Si no hay responsabilidad penal la cadena de incentivos perversos permanecerá intacta. En un país como Colombia, un político sancionado por la Procuraduría puede perfectamente seguir ostentando poder en una gobernación o alcaldía y dirigir los recursos para beneficio propio o de terceros a través de personas alineadas a sus intereses desviados.

La inexistencia de autoridad dificulta cualquier proceso. Mucho más cuando el proceso es un ciclo difícil de romper. La corrupción incuba prácticas delictivas pero las prácticas delictivas incuban mayores niveles de corrupción. Si existe corrupción hay un entorno generoso con el delito, lo cual es palpable en países con instituciones débiles e ineficientes que facilitan que los delincuentes, ávidos de recursos críticos para sus actividades, logren impulsar de forma vertiginosa sus labores. Por eso el narcotráfico tuvo cabida en Colombia y no en España, por ejemplo, donde aunque hay más consumidores hay pocas posibilidades de sobrevivir en tanto que cartel productor y distribuidor. Pero el delito como tal engendra mayor corrupción. Necesita sobrevivir y garantizar su supervivencia.

Romper el ciclo de la corrupción requiere mucho más que buena voluntad. Pero estamos de acuerdo que el entorno generoso con la ilegalidad es un entorno deplorable para el desarrollo. Porque los costos de la avidez de unos infractores de enriquecerse los pagan todos los ciudadanos.

Columna publicada en el diario El Tiempo el día 07 de julio de 2010.

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