Llegó el día, llegó
CALI- Como era previsible desde el pasado 30 de mayo, Juan Manuel Santos fue elegido presidente de la Repúblia con una votación en lo absoluto despreciable que ahogó los gritos que pretendían des- legitimar los comicios ante una abstención que rondó el 56% del potencial electoral de Colombia. Hoy hay, al menos, 9 millones de ciudadanos satisfechos calificados y otros descalificados por la furia de algunos seguidores de la campaña rival que no dudó en poner mancha sin piedad sobre la reputación de quienes vieron en Santos a una opción más ajustada a sus preferencias; pero aunque se quiera o no, finalmente será el nuevo presidente Santos quien gobierne no sólo a su electorado sino a quienes votaron por otros candidatos o ni siquiera sufragaron. Mezquino es no aceptarlo. Es tristemente célebre Andrés López Obrador, en México, quien durante un mes negó los resultados electorales desfavorables para él y se hizo investir presidente por sus seguidores, cuando en el Congreso investían legalmente a Felipe Calderón. Esa mezquina polarización se detuvo cuando los seguidores entendieron, por fin, que la democracia es un juego de estrategias y tan posible es ganar como perder. López Obrador salió debilitado y agotando su capital político.
Pero la elección de un denominado continuador de políticas que impuso Uribe sobre el caballito de batalla de su popularidad va más allá. Resulta ingenuo creer que Juan Manuel Santos no querrá poner su impronta personal a su gobierno y quizás en unos cuatro años ser artífice de obras incluso más valoradas que las del hoy saliente presidente. Porque es claro que recibió un mandato ciudadano contundente y es que los colombianos valoran los avances en seguridad obtenidos por un logro en la recuperación del monopolio de la fuerza del Estado. Con marginalidades que deben ser corregidas y proscritas, como las ejecuciones extrajudiciales, pero con el deber de mantener en el punto de no retorno a las FARC y a las bandas armadas subversivas y ahora convertidas en viles carteles de drogas ilícitas.
Pero el nuevo gobierno, dirigido por un estratega y un hombre ambicioso, debe ser consciente que los fenómenos sociales distan de ser estáticos y debe también entender que el error craso de Uribe fue creer que el sitio a las FARC y la desmovilización de las Autodefensas son suficientes y fines en sí mismos, sin preguntarse si la cadena de incentivos perversos para el crimen se mantiene; la violencia política evolucionó a una violencia subversiva de origen campesino, luego los grupos armados se hicieron ejércitos que lograron acorralar a las principales capitales del país y finalmente evolucionaron en carteles y nodos interconectados en una red criminal alimentada por los exponenciales rendimientos y retornos del tráfico y producción de drogas. Es absurdo no diseñar una política de respuesta igualmente dinámica.
Si ayer la mayor preocupación era sacar de la jungla a las guerrillas y a los grupos de autodefensas, hoy la obligación es asfixiarlos en las ciudades, donde el crimen crece mientras el campo se pacifica. Sin duda el Estado debe conducir todo su arsenal militar, policial y judicial a las calles e imponer el orden en un proceso que tomará tiempo, de la misma forma en que en los principios del gobierno de Uribe se usaban caravanas escoltadas para llevar viajeros seguros de una región a otra. Pero el error no lo puede cometer Santos: la política de seguridad debe mantenerse -porque fue el mandato-, pero debe proyectarla al largo plazo.
Pero sin duda Santos ganó no solamente por invocar la amenaza del terrorismo y la violencia. Un 'cliché' que en sus principios fue contraproducente para su campaña y amenazaba con aniquilar sus aspiraciones presidenciales en beneficio de Mockus. Era el mensaje de la esperanza contra el del miedo y, al parecer, la sociedad colombiana quería pensar más que en dormir tranquilos hoy: querían saber que al despertar habría una vida con buenas razones para vivir. Por eso el tema económico, muy ligado a los asuntos sociales, apareció como lo que finalmente demostró que Santos se rodeó con los mejores técnicos y el mejor equipo programático, haciendo un augurio de lo que será un buen equipo de gobierno. El tema económico que planteó el hoy presidente electo fue imbatible y se presentó como una opción difícilmente controvertible, confeccionado con un cuidado único, un trabajo de alta costura técnica digna de reconocimiento. Confieso que ese tema definió mi voto y ayer al oír su discurso sentí, preliminarmente, que a pesar de las incomodidades y descalificaciones que sufrí tácitamente valió la pena mi apoyo.
Es menester no sólo fortalecer los programas de asistencia del Estado, es imperativo una política que acelere la industrialización, promueva la innovación y por estas vías eleve la hoy precaria productividad del trabajador colombiano, en cuyo código cultural está trabajar mucho, pero pocas veces cae en cuenta que el resultado de su trabajo es ínfimo para generar los estándares de vida necesarios para superar la pobreza -un enfoque inusualmente microeconómico en una propuesta política-. Creo que Santos la conjuga de buena manera con su voluntad de simplificar la estructura tributaria colombiana, erradicar los incentivos perversos para la informalidad laboral que de una manera indirecta acabará con los fallos estructurales del sistema de salud, cuyas obligaciones crecen a proporciones geométricas mientras sus ingresos apenas son perceptibles aritméticamente. Todo aunado al imperioso llamado a superar la tradicional ineficiencia burocrática del Estado colombiano, incubadora de corrupción y negligencia, que todos los días produce incentivos para estancar al país en el atraso y rezago.
Estoy convencido que Santos dejará una base social mucho más sólida que permita a los futuros presidentes ser tanto o más ambiciosos que él. Si bien Colombia es una nación extraordinariamente rica en recursos naturales, hay que ser conscientes que las naciones más avanzadas hoy día no lo son producto de estar plagadas de riquezas minerales y biodiversidad sino por su capacidad excepcional de poner en el mercado laboral a lo mejor del capital humano. Convencido que su plan de gobierno lo contempla, ahora le queda al Congreso y a la ciudadanía ser los entes fiscalizadores para garantizar el éxito.
Santos hizo lo que ningún presidente desde antes de asumir su gobierno había hecho: proponer una meta tan clara en la lucha contra la pobreza, la exclusión y la ausencia de oportunidades de movilidad social al que se enfrentan millones desde la misma etapa escolar. Sin duda un compromiso que no es simplemente político: es moral y está atado a que muchos de los 9 millones de votantes que obtuvo el nuevo jefe del Estado están condicionando su apoyo a que sus promesas de campaña, sustentadas en las cifras, en cuatro años sean parte de una realidad y no como hasta hoy los temas sociales han parecido ser, temas que se reducen a una campaña electoral.
Santos ha demostrado ser un estratega, un político y ante todo un técnico. Contrario a las mezquinas acusaciones que eran siempre un epítome de apreciaciones mediáticas sustentadas en el sesgo ideológico y personal, el nuevo presidente tiene una reputación enorme a la cual no se le pueden endosar los escándalos del actual gobierno. Fue en su momento una estrategia de campaña en que había que diferenciar como fuera a dos hombres que proponían lo mismo pero sobra en un momento en que el optimismo debe ser la opción más preferida que el escepticismo o el pesimismo que hoy cunde a las redes sociales, las mismas que hicieron virtualmente a Mockus presidente de Colombia. Es preciso abandonar los autoritarismos morales que hicieron polarizante y agotadora la campaña electoral, porque no podemos jugar a mesianismos: defender a muerte las banderas de la moral es un juego ingrato, sus jugadores pronto serán los primeros en quemarlas. Porque llegó el día, llegó el momento en que el presidente, símbolo de la unidad nacional, puede llevar al país por las sendas del progreso, que no distinguirán filiación política de sus beneficiados, o por las sendas del fracaso, mucho más implacables y dolorosas.
Para terminar: gratificante ver ganar a España hoy, aunque me inquieta su falta de definición. Confieso también mi profunda decepción con la selección francesa, en la cual testarudamente puse, como es tradición, todo mi apoyo en este mundial. El profesionalismo brilló por su ausencia. Pero esa crisis interna deja una lección: no hay que unirse por el sólo hecho de estar juntos, es imperioso estar unidos para hacer algo. Francia demostró que la división es una senda segura al fracaso.
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