Una ciudad en tensión


"El ejemplo más horrible del fanatismo que ofrece la historia fue el que dieron los habitantes de París la noche de San Bartolomé, destrozando, asesinando y arrojando por las ventanas a sus conciudadanos que no iban a misa"

El relato pertenece a Voltaire. Describe aquella trágica noche de agosto de 1572 cuando la ciudad de París fue una carnicería, la mayor antes de la época del terror del comité de salud pública que al mando de Robespierre y el radical ami du peuple Marat logró ejecutar a cerca de 300 mil franceses contrarrevolucionarios, pero mayoritariamente inocentes que el único pecado que cometieron fue rechazar el purismo moral de los líderes de la Francia preimperial, más por sus métodos que por sus ideas, y que por ello sin rechazar a la Revolución y su éxito jamás se adhirieron a ella. Y quizás cuando pensaron en hacerlo, una cuchilla caía vertiginosamente sobre sus nucas para eliminar un riesgo más de contrarrevolución.

Pero el capítulo negro que pretendo relatar no es el de la Revolución francesa, es el de la Noche de San Bartolomé de aquel 24 de agosto de 1572, tristemente célebre por ser una de las más infames faenas de intolerancia observada por el mundo moderno. Una intransigencia que empieza en los mismos católicos que veían a los protestantes como una amenaza para las buenas costumbres y la moral católica, apostólica y romana; no obstante, una intransigencia matizada por la paz de Saint- Germain firmada el 8 de agosto de 1570, que había permitido temporalmente la cesación de las hostilidades de la guerra de las religiones que enfrentó Francia durante buena parte del siglo XVI, aunque ciertas cláusulas del acuerdo fueron rechazadas por los católicos más radicales que jamás aceptaron el regreso de los nobles protestantes a cargos de la administración pública y a las cortes.

El reino estaba cerca a la bancarrota y la reina madre Catalina de Medicis sabía, al igual que su hijo Carlos IX, las dificultades financieras de la nación desangrada por una sucesión escabrosa de guerras y mantuvo su disposición y actitud hacia la defensa de los acuerdos de paz. Eso incluía que el líder absoluto de los protestantes, el noble Gaspar de Coligny, tuviese nuevamente voz y voto en el Consejo real. Tal fue la disposición de Catalina que permitió que su hija Margarita contrajera nupcias con el príncipe protestante Enrique de Navarra, futuro Enrique IV de Francia. Boda que nunca contó con el aval del Papa ni del rey Felipe de España.

La tensión producto de la boda hizo presagiar que algo se fraguaba en las cortes. Ante la inminencia de la ceremonia nupcial París se llena de nobles protestantes y las negativas de los católicos a aceptar la unión se hizo manifiesta incluso en el conservador parlamento parisino, mayoritariamente católico y adverso al deseo de la Reina Madre. La confusión ronda entre los altos prelados de la Iglesia que se debaten entre la insistencia de la Corona francesa de llevar a cabo la boda y la voluntad del Papa de impedirla gracias a la negativa de su aval.

El 22 de agosto se intenta el asesinato del líder Coligny y las tensiones terminan de manifestarse. La corona garantiza protección al noble protestante mientras las calles de París se llenan de soldados hugonotes que buscan garantizar la seguridad de los nobles protestantes que se encuentran en el Louvre solicitando seguridad a la Reina madre. Los católicos empiezan a temer por una insurrección calvinista, atizada por la presencia de varios hugonotes exigiendo a la Corona justicia para castigar a quien intentó silenciar a Coligny. Los ánimos se exaltan cuando el rey Carlos IX, indeciso e inseguro, decide eliminar, excepto a su cuñado Enrique, a los líderes protestantes para atenuar los ánimos exaltados de los católicos, ordena el cierre de las puertas de la fortaleza de París y exige evitar la sublevación burguesa calvinista. Al sonar las campanas de Saint- Germain- Auxerrois, la capilla de la monarquía francesa, los protestantes que habían irrumpido en el palacio del Louvre son sacados a las calles y masacrados sin piedad por los católicos que temieron un papel hugonote de relevancia en la vida cotidiana de la puritana París. Pronto la Matanza de San Bartolomé cobró cerca de 2000 vidas, en un acto de intolerancia que desembocó en la siguiente Guerra religiosa.

"París bien vale una misa", sentenció el futuro rey Enrique IV, el vert-galant, cuando aceptó que para ser investido rey debería renunciar al protestantismo y hacerse católico. En Colombia abunda quien cree que todo acto tiene un precio, que su voluntad lo tiene. No obstante tanto peca quien comete el error de darle precio a su honorabilidad como quien juzga fuera de los cabales de lo sensato. Anoche, durante el debate presidencial y como sucedió en la noche del 30 de mayo, recordé con horror ese capítulo oscuro de la Historia occidental en que los puros juzgaban sin piedad a quienes a su juicio eran el engendro mismo de la decadencia de la sociedad.

La burguesía hugonote, usualmente con vicios prominentes compartidos con los católicos pero que éstos convenientemente ocultaron, pagó los pecados de unos cuantos protestantes con un río de sangre propiciado por unos fanáticos que en nombre de la verdad fueron incapaces de mantener la delgada línea de la paz sin rupturas, quienes aniquilaron a la misericordia predicada en nombre de sus más profundas convicciones. Porque el fanatismo es a la superstición lo que el delirio a la fiebre y la rabia a la cólera; aquel que tiene éxtasis y visiones, aquel que toma sueños por realidades y a sus imaginaciones como profecías es un fanático novicio de las grandes esperanzas. Pronto matará por el amor de Dios.

De nuevo Voltaire cierra lo que empezó: un capítulo vergonzoso de intolerancia incrementada por la holgura de los juicios morales de aquellos héroes fanáticos de la verdad que soberbiamente creen ostentar.


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