La delgada línea roja
La reciente crisis entre los Gobiernos de Colombia y de Venezuela supone una expresión más de lo que implica la complejidad de las relaciones internacionales de los países, en un contexto de globalización e integración política y económica que incide en las agendas internas de las naciones: si hace cien años los fenómenos sociales sugerían una trascendencia superior a la de las fronteras locales, hoy más que nunca los asuntos internos de los países terminan cointegrados y asumiendo casi que relaciones funcionales. Porque la globalización no sólo ha permitido el auge del comercio y de la transferencia de conocimiento y capitales entre las naciones; en el caso de Colombia y Venezuela el crimen y el delito ha encontrado también oportunidades de trascender a las fronteras nacionales.
Es así como la diplomacia de hoy debe ser mucho más pertinente y firme en su accionar. Si bien en el caso de Colombia existen motivos serios para pensar que Venezuela merece todo el rechazo internacional producto de su sistemático deseo de ocultar a delincuentes catalogados como terroristas por la Comunidad internacional, no puede perderse de vista que sólo un ejercicio sano de la diplomacia, si bien toma más tiempo, es el camino más sensato para apaciguar los ánimos.
Por un lado está el contexto al que se enfrenta Colombia. Sin duda que el asunto, en un contexto de geopolítica global, concierne más que a los Gobiernos beligerantes; al mismo instante en que el presidente Chávez decide romper relaciones con el Gobierno de Colombia, países como España y organismos como la ONU apelaban a la necesidad de interceder como terceros de buena voluntad para buscar el diálogo que restaure, por el bien de la región, las relaciones entre ambos países, económicamente integrados y con una unidad política casi que de facto, producto de los 2219 kilómetros de frontera que comparten. Ello demuestra que el camino de la diplomacia adquiere mayor relevancia cuando la disputa entre ambos Gobiernos estará siempre observada por una Comunidad internacional cuya presión obligará al diálogo so pena de un rechazo generalizado, salvo contadas y despreciables excepciones, a una confrontación que supere la barrera de las formalidades.
Por otro lado está que el deseo de Colombia de castigar a Venezuela tomará tiempo en hacerse una realidad, es probable que pasen muchos años antes que un funcionario del Estado venezolano sea sancionado o castigado por la justicia penal internacional por apoyo a grupos terroristas. Por ahora Colombia y su Gobierno, al margen de quien lo dirija, deberá enfilar sus esfuerzos a la constancia en la disuasión diplomática que busque sentar precedentes concretos y certeros de presencia de grupos armados ilegales en territorios extranjeros, si bien los foros regionales sean ineficientes para atender con precisión estos casos, como lo demuestra la desconfianza que genera tanto la OEA por su pasividad y la Unasur por su inocultable sesgo ideológico. Finalmente las demandas colombianas tienen alguna clase de validez, si se tiene en cuenta que en Ecuador se encontró un campamento guerrillero y en Venezuela hay evidencias que permiten pensar que la presencia de terroristas es significativa, acentuada con un silencio casi cómplice de sus autoridades.
Pero permanece latente la amenaza de la guerra, a pesar de todo. No obstante quiero recordar uno de los discursos más célebres dado en los foros multilaterales y pronunciado por el entonces ministro de Asuntos Exteriores de la República francesa, Dominique de Villepin, en uno de cuyos apartes dice y plasma con precisión el sentido de lo que pretendo expresar: "l'option de la guerre peur apparaître a priori la plus rapide. Mais n'oublions pas qu'après avoir gagné la guerre, il faut construire la paix" (La opción de la guerra aparecería a priori como la más rápida. Pero no podemos olvidar que después de ganar la guerra, es preciso construir la paz); y sí, con la guerra se podría sacar del camino a un personaje pendenciero y difícil como Chávez que ha logrado con una abultada chequera comprar conciencias fuera de su país y hacer para Colombia y los Estados Unidos un ambiente hóstil.
Esa delgada línea roja entre la paz, con sus tensiones y discrepancias, y la guerra, puede marcar la diferencia entre la locura y la sensatez. Una guerra entre Colombia y Venezuela acabaría con la ya debilitada integración americana y supondría una hecatombe de altos costos sociales, políticos y económicos. Es cierto que el ambiente en Venezuela es hoy hostil hacia Colombia, pero la historia se encargará de demostrar que hay motivos mayores para pensar que la integración y la hermandad, como lo demostró el pacto de amistad franco-alemán en la década de 1960, es mucho más viable y favorable para el desarrollo y el progreso en un ambiente de globalización que la guerra, que cierra el futuro y somete a los países a décadas de horror y pesares. Que Europa sirva de ejemplo.
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