Sana transición


En las pasadas elecciones muchos votaron con un convencimiento íntimo de que su candidato lograría imposibles. Por un lado algunos votaron porque pensaron que Mockus haría de Colombia, un país propenso a la trampa y el delito, un país transparente y otros que Santos, el delfín y adalid del presidente Uribe, sería una replica exacta de él. Quizás ciertos fanáticos pensaron que elegir a Santos correspondía a la forma de llevar a Uribe a su tercer gobierno pero en cuerpo ajeno. Cuestión de trámite, dirían algunos. Ese pecadillo de ingenuidad se le perdona al elector de a pie, el elector que muchas veces decide en función de la imagen por encima del criterio personal y de la apuesta programática de los candidatos. Pero es un error imperdonable para quienes en sus letras piensan por sus lectores informados y desprevenidos, último grupo más peligroso por lo dúctil.

Empecemos por analizar las coyunturas que enfrentan el hoy saliente presidente Uribe y el entrante presidente Santos. Si con una frase pudiéramos sintetizar a cada talante de gobierno, reconociendo que el presidente electo no ejerce aún y trabajamos en el terreno de las expectativas, es posible afirmar atrevidamente que Uribe hizo un gobierno de la seguridad y Santos hará un gobierno eminentemente económico.

Y las coyunturas lo justifican, si se tiene en cuenta algo que convenientemente algunos sectores olvidan: en 2002, Colombia amenazaba con derrumbarse frente al poderío desmesurado de los grupos armados ilegales que habían montado un estado paralelo y hacían casi inminente el colapso del Estado de Derecho: el fracaso de Colombia como nación. Olvidar que Bogotá estaba rodeada por varios frentes de las FARC, cual capital de nación africana en guerra civil, es mezquino, porque era una realidad poco alentadora y merecía una acción firme, ¿alguien duda eso hoy?. Acción firme que sólo propuso Uribe Vélez y que acertadamente le valió dos elecciones sucesivas.

El Gobierno de Uribe, como lo reconocen algunos autores, viabilizó a Colombia como nación en cierta medida, incluso con sus desatinos y permitió que hoy el tema de seguridad nacional, si bien es importante, se haya desplazado de la agenda política y para efectos prácticos la continuidad en lo hecho sea la alternativa pero no la prioridad. Reconocer que hoy los grupos armados, sin estar derrotados, no tienen una mínima posibilidad de cumplir y concretar sus proyectos es un avance histórico que transformó una realidad constante de más de sesenta años.

Quizás como resultado de ese proceso de ocho años, es plausible pensar que el colombiano promedio encuentre hoy que el estado de la economía y del mercado laboral -matizado por la informalidad y unas tasas de paro preocupantes- sea una prioridad para un nuevo cuatrienio. Y sin duda la propuesta de Santos es muy convincente en lo económico y los nombramientos en su gabinete lo indican así.

Sin embargo es interesante que aspectos claves como los nombramientos en los Ministerios del Interior y Defensa y el deseo del presidente Juan Manuel Santos de abolir la reforma que Uribe promovió en 2002 al fusionar algunos ministerios en los cuales hoy existen serios rezagos en sus resultados, hayan generado polémicas, en algún lado malintencionadas y en otra irresponsables, como es el caso del ex-asesor José Obdulio Gaviria y el Vicepresidente Santos. Al inicio indiqué que si para un votante corriente Santos es copia de Uribe, para una persona que se puede considerar avezada en asuntos políticos y estratégicos es absurdo pensar que Santos será una replica burguesa de Álvaro Uribe.

Ni el nombramiento de Germán Vargas Lleras ni el interés de Santos de revivir ministerios clausurados por Uribe es un portazo en la cara al presidente saliente, y quienes lo consideran así están viviendo en un estado anestésico que cuando pase su efecto les recordará el dolor de su equivocación -y por qué no, de su derrota-; no se puede esperar una dogmatismo teórico en el Gobierno y más en un país que requiere alternativas como Colombia.

Si bien el modelo de Uribe reactivó a un país escuálido y casi derruido, conviene más el método del ensayo y el error que la certeza técnica, que al final de cuentas quedará corta para responder a las necesidades complejas de un país como el que hoy habitamos. Si Santos sigue a Uribe seguramente es consciente que la gestión de su antecesor además de éxitos, presenta lunares y cometió errores, muchos por omisión y otros por confiado, pero que lo que debe construir ahora se basa en los éxitos: el resto, los errores, son un amplio margen de maniobra para un hombre ambicioso como el nuevo presidente. Es ingenuo creer que un presidente nuevo no quiera dejar su impronta personal en el gobierno que preside.

Santos encuentra un paro crónico, una informalidad endémica y una economía que si bien presenta mayores atractivos que hace diez años es aún incipiente para cubrir los deseos cada vez mayores de una sociedad dividida en dos sectores, donde se encuentra la extrema riqueza, digna de ser mencionada en Forbes, y la extrema pobreza, que en Cartagena recuerda a parajes similares a los de un país casi fallido como el Congo.

Una informalidad que no cede, una estructura tributaria que aporta incentivos perversos que la perpetúan y un paro que no encuentra motivos para disminuir hacen pensar que la estrategia de Santos irá por el flanco económico, tal vez como pocas veces en las últimas décadas ha sucedido. La sana transición en el Gobierno que se avecina indicará a muchos que si bien la continuidad de los buenos proyectos es prioritaria, las coyunturas en países volátiles como Colombia imponen agendas políticas que ante los observadores desprevenidos parecen rupturas con el legado de los gobernantes que le antecedieron.

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