Cálculo político
Hace cinco años el suburbio parisino de Clichy-sous-Bois, un municipio francés del este de la región de Île-de-France, ardía en llamas a causa de las revueltas protagonizadas por inmigrantes y franceses de ascendencia extranjera, particularmente africanos y árabes, que bajo el pretexto de protestar por la muerte de un inmigrante en extrañas condiciones en una persecución policial, reclamaban que el país de la libertad, la igualdad y la fraternidad les reconociera sus derechos del mismo modo que les exigía sus deberes.
La respuesta, meses después en Argenteuil, otro suburbio de París, por parte del entonces ministro del Interior y hoy presidente de Francia, Nicolas Sarkozy, fue tan dura como polémica, al llamar a los inconformes "escoria" (en francés racaille) y así sentar uno de los debates más incesantes e intensos en los países desarrollados, que como buena parte de Francia, España y los Estados Unidos, son receptores del primer orden de extranjeros, casi siempre desposeídos, que buscan mejores horizontes en países ricos y con mercados laborales más avanzados.
El precedente de las mediatizadas trifulcas que se llevaban a cabo en calles sucias y en vecindarios que contrastaban con el glamour característico de la París de los Campos Elíseos, de las tiendas exclusivas y de la bohemia, estaba dado y reflejaría lo que sería en los sucesivos años la respuesta de gobiernos conservadores con tendencias populistas hacia lo que se denominó el problema de la inmigración. Si bien Sarkozy suavizó su posición al momento de hacerse presidente, sus recientes declaraciones parecen coincidir apropiadamente con la promoción de la ley anti-inmigración ilegal de Arizona y los deseos del bloque europeo y de casi del 80% de los estados de los Estados Unidos de América de poner severas restricciones al ingreso de inmigrantes a sus países.
La crítica hacia si un país debe cerrar o no sus fronteras, como lo quiso hacer Italia por presiones de la Liga del Norte ultra-derechista, puede cambiar según los tiempos. Economías en estado de observación como las europeas, cuyos mercados laborales están atascados a causa de los grandes déficit fiscales crónicos de los países que durante años promovieron los estados de bienestar, especialmente Francia y España, o que vienen de sufrir una severa recesión como la estadounidense que denota su incapacidad aún de proveer de empleos desde el sector privado, suponen pretextos lógicos para impedir que mano de obra extranjera vaya a ellos y se apropie de los pocos empleos que se ofrecen, si bien casos especiales como el español supone que los extranjeros apuntan a empleos de baja cualificación y exigencia mientras los nativos apuntan a los empleos mejor remunerados.
La crítica que se hace es la manera en que cierran las fronteras: criminalizando a los inmigrantes ilegales. Y es que no es procedente pensar que con la criminalización de los inmigrantes, por ejemplo, se pueda sustentar una política de seguridad seria, como lo propone la gobernadora de Arizona o el presidente francés. De serlo, se estaría enviando un mensaje erróneo en un marco de derechos e igualdades que consagran dos países que han sido históricamente abanderados de la lucha por la construcción de sociedades justas: ciudadanos de primera clase, nativos o nacidos en el territorio nacional, frente a ciudadanos de segunda clase, que por ley adquirieron los mismos derechos que los ciudadanos nativos (no hay que ser nativo para amar, respetar y hacer grande un país, como casos pululan hoy) pero que por un vaivén electoral y político se les pretende arrebatar. Quizás si desde el primer inmigrante ilegal que ingresó a sus territorios se hubiera procedido con firmeza, las iniciativas hoy tendrían sentido, pero luego de haber permitido bien de forma tácita al no hacer mucho para impedir el ingreso de expatriados o a través de regularizaciones, no es adecuado ahora amenazarlos y sacarlos como criminales de esos países.
El populismo de derecha, tan peligroso como el de izquierda, se apunta a las elecciones que afrontarán los Estados Unidos en un año, cuando se renueve al Congreso, y en Francia en dos años, cuando los ciudadanos franceses vayan a elegir a un nuevo presidente. Y es que los países en ciertas ocasiones acuden a la búsqueda de amenazas externas, generalmente inexistentes, propiciadas por sus líderes que con un acertado pero cuestionable cálculo político logran dividir y ganar importantes créditos electorales entre sus ciudadanos, como lo demuestra una encuesta informal realizada en el Estado de Florida, en EE.UU., donde cerca de la mitad de los interrogados aprobaron una iniciativa legislativa similar a la de Arizona y la otra mitad la rechazó.
Ese fenómeno no deja de ser preocupante. Que la mitad de la opinión pública considere que es apropiado cerrar las fronteras al capital humano cesante de países emergentes frente a otra que considera que el deber de su país es acogerlo es un pésimo indicador, especialmente en países por definición diversos como los Estados Unidos y Francia y sugiere que la extrema-derecha ha hecho bien su trabajo. Es una pena, realmente, porque si bien el problema de la inmigración ilegal es un asunto que atañe a la Comunidad internacional, no puede tomarse como un asunto para otorgar derechos en condición de mercancías: al mejor postor.
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