Cumbre de Santos y Chávez: ¿paz y amistad?


La opción de la guerra puede parecer a priori la opción más rápida. Pero no se debe olvidar que después de hacer la guerra, hay que construir la paz. Hace sietes años esta frase retumbó en el recinto del Consejo de Seguridad de la ONU, pronunciada por el entonces ministro francés Dominique de Villepin, y que pretendía disuadir los ánimos de las naciones aliadas a los Estados Unidos de apoyar la invasión a Irak.

Y la cito ahora, nuevamente, cuando se espera con expectativa la primera reunión entre el presidente de Colombia y el presidente de Venezuela después de un periodo oscuro en las relaciones diplomáticas entre ambos países. Para muchos lo correcto después de tantos altibajos entre los Gobiernos debería ser un escenario o bien de jurisdicción penal internacional o bien de la misma guerra. Y es claro que en Colombia habrá siempre malestar por el hecho de que Chávez haya sido tradicionalmente un defensor tácito de la lucha armada que repugna a los colombianos y que enarbola tanto las FARC como el ELN.

La visita de Chávez no puede significar, en lo absoluto, una página de perdón y olvido para lo hecho por el Gobierno venezolano. Pero lo que debe significar la visita del mandatario venezolano, a pesar del malestar que causa en buena parte de los sectores de opinión de la sociedad colombiana, es la distensión total de los conflictos y la posibilidad de, al menos, convenir mecanismos de cooperación bilaterales que admitan la resolución razonable de los diferendos ya muy comunes entre Colombia y su vecino.

Es plausible vivir sanamente con el vecino en el mismo vecindario sin ser amigos de él. Es claro que Chávez difícilmente puede ser un amigo entrañable del Estado colombiano mismo, al cual no muy discretamente quiso poner al mismo nivel de sus enemigos, pero es claro que aún más difícil es convivir como enemigos con un vecino con el cual hay muchos intereses comunes, adicionales a una frontera de casi 2200 kilómetros.

El conflicto diplomático ha producido un golpe económico severo, gracias en buena medida al perverso sistema de cambio venezolano sustentado en la temible y autoritaria CADIVI; los importadores del país vecino adeudan a los exportadores colombianos la nada despreciable suma de 800 millones de dólares, deuda acentuada con la ruptura de las relaciones y que a su vez ha destruido alrededor de 300 mil empleos, además de unos costos en el comercio cercanos al 70% de los casi 8 mil millones de dólares en que se tasa a vuelo de pájaro la integración económica entre Colombia y Venezuela, las dos naciones más importantes de la región.

Sin duda que la escasez de alimentos en Venezuela y las dificultades económicas de Colombia están enmarcadas en el conflicto de los gobiernos. Desde el campo económico hay que abogar por el restablecimiento de las relaciones binacionales sin dudarlo y por el bien de los empresarios, pero ante todo por el bien de cientos de miles de desempleados en Colombia y otros tantos cientos de miles de consumidores venezolanos que padecen una inflación que parece llevar al traste las de por sí bien discretas conquistas de la Revolución bolivariana.

Pero en el plano de la paz y la amistad es necesario pasar la página. La integración europea no hubiera sido posible si los Gobiernos del general De Gaulle y del Canciller alemán Adenauer no hubieran firmado el Tratado de Amistad del Elíseo: a pesar de los dolores históricos resultantes de la Segunda Guerra Mundial no convenía para ambos pueblos mantener una confrontación indefinida. El éxito de la integración europea, a pesar de la crisis actual, es evidente y es un ejemplo para la integración americana.

Es claro, de todos modos, que no pasará de un día para otro el deseo de los colombianos de cobrarle a Chávez sus atrevimientos. El presidente venezolano ha sido pendenciero y eso ha dolido en Colombia. Sin embargo es prudente pensar que la cumbre entre los presidentes Santos y Chávez en Santa Marta debe implicar un inicio que ponga en el lugar que corresponde a los intereses superiores de ambas naciones, sobre los caprichos de los gobernantes de turno. Ni Colombia ni Venezuela pueden actuar separadamente porque gracias a la globalización y la integración no sólo geográfica sino política, cultural y económica, las decisiones que se tomen internamente afectarán al vecino, para bien o para mal. Pero si el vecino es nuestro enemigo, muy seguramente todas las decisiones que él tome nos afectarán negativamente. Y eso es evitable.

El deseo de la guerra es natural. Pero si podemos evitar ir a una absurda confrontación armada que nos ahorre los costos de la posterior construcción de la paz, y hacer la paz de una buena vez, será un inicio promisorio para enfriar a una región que ya bastantes taras tiene para agregarle la confrontación internacional. No importa si no construimos la amistad con el presidente Chávez y su país, pero sí hay que hacer el esfuerzo por, al menos, construir una paz duradera que permita contribuir al avance de nuestras naciones. Ese sentimiento debe movernos, incluso, a voltear la página y pensar que la confrontación no es una opción.


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