Legalización: ¿ver a través de los dedos?


En Holanda existe un dicho para describir la situación en la cual una persona ve lo que quiere ver: alles door de vingers zien; acción de ponerse la mano en la cara y taparse los ojos pero permitiéndose ver lo que conviene a través de ellos. Parece que la discusión de la legalización -y el de la prohibición- toma en consideración sólo algunos aspectos y por eso quienes participan activamente en la discusión terminan viendo lo que quieren ver y no más.

La discusión de la legalización toma forma en México, donde la sangrienta guerra contra el narcotráfico ha producido en cuatro años cerca de 23 mil muertos y una especie de era del terror que tiene atemorizadas a ciudades enteras de los estados norteños y fronterizos con el principal consumidor del mundo: los Estados Unidos. El Estado mexicano, en una abierta política militarista que ha buscado acorralar al narcotráfico por las vías de las armas, como lo viene haciendo Colombia desde hace casi dos décadas, afronta una batalla contra un fenómeno que se asemeja a una hidra, que multiplica sus cabezas y a cada cabeza que pierde toma más fuerza y ataca con más vehemencia. El Gobierno de Felipe Calderón ha justificado su decisión advirtiendo que lo que hace es reconocer que durante muchos años, décadas quizás, los mexicanos han ignorado un mal que se incubó en la sociedad sin intenciones de irse y que alguien debería proscribir un mal potencialmente corruptor de las instituciones, de la autoridad y del tejido social.

Hace poco tiempo el director de la Policía Nacional de Colombia, el Coronel Óscar Naranjo, decía que, contra toda intuición, es un buen síntoma que ante una iniciativa gubernamental como las emprendidas por los gobiernos de Colombia y México, el narcotráfico responda con violencia: el que no lo haga significaría que el país es presa ya de la mafia. No obstante la opción de la guerra es muy costosa, no sólo por lo que fiscalmente representa la movilización de tropas y servicios de seguridad estatales sino porque la reacción desproporcionada de los narcos impone otros costos al Estado para garantizar la seguridad ciudadana, muy especialmente en las grandes urbes. Esos costos y la dificultad para erradicar el fenómeno perverso del narcotráfico implica considerar varios aspectos.

Por una parte el fenómeno ante la reacción del Estado puede sencillamente evolucionar y adaptarse al nuevo contexto, pero no necesariamente desaparecer. En Colombia desaparecieron los grandes carteles de las drogas pero se proliferaron los grupos del microtráfico con efectos aún más devastadores: su casería se dificulta y sus efectos sobre la seguridad ciudadana son más directos. Se apropian de las calles y, de hecho, son los espacios urbanos y complejos sus mejores refugios. En México los grandes capos, en remembranza a la era del narcoterrorismo de los años 1980 en Colombia, declararon la guerra al Estado mexicano y nada permite pensar que esa batalla, si se gana, sea barata.

Y es que, nuevamente contra toda intuición, la represión de la oferta es algo magnífico para los capos y los distribuidores de las drogas ilegales: el precio sube exponencialmente. Y tienen una cobertura envidiable, representada en una demanda totalmente inelástica e indiferente a las variaciones en los precios. El narcotraficante cobrará el precio tal que cubra los costos y los riesgos que asume por estar en el negocio -el incentivo a producir y comercializar ilegalmente será cada vez mayor que el incentivo para cumplir la ley- y el consumidor pagará la variación del precio a como dé lugar. El carácter adictivo de las drogas es terreno fértil para la comisión de delitos y garantizar la demanda.

Sin embargo si la disyuntiva de ir a la guerra es los costos en vidas y seguridad frente a un problema potencialmente corruptor, la disyuntiva de la legalización es si la cesación de las hostilidades justifica el colosal costo de tratar a los adictos existentes más los que lleguen producto de la despenalización. Y cuando digo que estos debates tienden a ponernos los dedos en la cara es porque cuando se defiende la legalización sólo se reconoce el final de un delito y por tal motivo un poderoso incentivo para acabar con la guerra contra los productores y distribuidores de narcóticos, con las consabidas ganancias en seguridad, producto finalmente de la baja en los precios del producto ante la desaparición de todo riesgo. Pero no se considera que, si bien no es un delito ya, el consumo se mantiene, posiblemente aumente y genere unos costos inimaginablemente altos.

Porque si la prohibición favorecía la comisión de delitos entre los consumidores más inescrupulosos, la legalización evitaría a muchos llegar a ese extremo para satisfacer su interés en las drogas ilícitas. Aunque es debatible este aspecto y merece toda la controversia, es plausible considerar que la prohibición es una barrera fuerte para que el consumo de drogas ilícitas se dispare. La evidencia sugiere que ante la legalización en ciertos países, como Inglaterra, el consumo aumentó en un 40% , tal como en 1975, en el Estado de Alaska, la despenalización supuso la triplicación del número de consumidores.

La legalización trajo consigo costos que muchos tienden a minimizar arbitrariamente: el tratamiento de los adictos, las campañas de prevención, la optimización de la red de servicios de salud, suponen no sólo una capacidad institucional que ni siquiera los Estados más desarrollados pueden ostentar plenamente. Una legalización en un país incapaz de proveer un nivel óptimo de bienes públicos como Colombia o México implicaría un problema de salud y bienestar social que nos haría pensar que la despenalización no era tan buena; quizás la despenalización restringida y con controles que la hagan parecer una legalización condicionada podría ser una opción para dos extremos claramente inconvenientes. Si la muerte causada por las bombas es repudiable, más repudio debe causar que se permita a la juventud de un país ingerir altas dosis de tetrahidrocanabinol, un ingrediente nefasto para la salud que podría arruinar a generaciones enteras y ofrecer a un país ávido de él, unas pérdidas grandes e irrecuperables de potencial capital humano.




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