Para la posteridad
Queda para la posteridad el juicio que hará la Historia al Gobierno de Álvaro Uribe, que culmina el próximo 7 de agosto. Faltan tres días para haber concluido uno de los periodos presidenciales más llamativos de las últimas décadas y, desde luego, el debate está abierto. Sin caer en extremismos evitaremos cometer excesos tales como creer que todo lo que caracterizó al Gobierno saliente fue exitoso o, en el lado opuesto, creer que el Gobierno que culmina ha sido lo más nefasto que haya tenido que afrontar Colombia.
El Gobierno de Uribe merece, cuando menos, un juicio riguroso, porque ciertamente ocho años de gestión no pueden pasar en vano y más en un país en el que los problemas cuando no son confrontados suelen desbordarse. Desde la anterior campaña presidencial se enarbolaron tres banderas de lo que, supondremos en lo sucesivo, será el legado de Uribe Vélez. Aunque haré énfasis en dos.
Conviene empezar por lo que marca ahora el interés de la agenda política colombiana: la economía y sus efectos sobre el bienestar de los ciudadanos. Algunos estudios reconocen un aumento de la concentración de la riqueza, estimada por el coeficiente de Gini, así como una discreta caída en el nivel de paro de la economía colombiana, que bordea el 12,7% y se erige como la más alta de América Latina. De otro lado está la reducción de la pobreza, que se considera casi imperceptible y muy por debajo de las expectativas planteadas por el presidente Uribe en 2006, un punto controversial no sólo en la política real sino en la academia por las diferencias que pueden derivarse de distintas connotaciones y definiciones de ese concepto clave en un país donde la mitad vive como en el primer mundo y la otra mitad padece los rigores del atraso y el rezago del tercero.
Así las cosas, pareciera que el panorama no es muy halagador para el Gobierno saliente y dificulta la obtención de una buena nota en el campo económico. Pero hay que volver a mirar los hechos de la gestión económica de los últimos ocho años para darse cuenta que de una u otra forma la economía colombiana es hoy muy diferente a la que existía en 2002 y obliga a revisar las expectativas a futuro, como lo hizo el HSBC en meses pasados al considerar a Colombia en el grupo de los CIVET, un bloque de países emergentes con un futuro promisorio. La bandera económica de Uribe se sustentó en el deseo casi imperioso de hacer de Colombia un país atractivo para la inversión extranjera directa, que entre 2003 y 2009 se multiplicó y hoy hace del país uno de los mayores receptores de capitales de América Latina.
Coincidieron los flujos de inversión con una política de seguridad muy agresiva -no ha erradicado el problema de los ejércitos ilegales que pululaban a lo ancho y largo de la geografía nacional, reflejando la magnitud del problema que muchos hoy minimizan- y a su vez con unas tasas de crecimiento vistas por última vez en la década de 1970. Si bien algunos analistas hacen un análisis en el que se logra integrar a estas variables, aún subsiste la discusión respecto a si lo hecho en materia económica obedeció a la gestión gubernamental o al fenómeno económico global manifestado a través de un ciclo depresivo.
Y quizás ambas discusiones pueden tener un sesgo importante: sin un buen entorno económico y político global es probable que no se optimice el rendimiento de la economía colombiana, pero aún con un buen entorno global es plausible pensar que sin una adecuada gestión interna pretender un rendimiento decoroso a expensas de lo que pase en el exterior es hasta mezquino. Máxime cuando se coincide en afirmar que a pesar que la economía colombiana se abrió al mundo hace casi dos décadas, su nivel de apertura es aún muy pequeño para considerarla proclive a los fenómenos globales, como tal vez lo sintió la economía de México o de un país desarrollado. Además, en el concierto económico regional fue Colombia el país que, en contraste con un deterioro institucional manifiesto en países vecinos, fortaleció sus instituciones por la vía del fortalecimiento de la presencia militar del Estado y la capacidad de reacción de las autoridades en relación con el poder que casi suprime a las facultades estatales en buena parte del país y que ostentó por muchos años grupos como las FARC y las Autodefensas de extrema derecha.
Así, la confianza de los inversionistas -concepto ideado por Keynes hace 70 años- se vio ratificada por condiciones favorables dadas por el Gobierno para proteger sus inversiones. Y en efecto dio resultados: en 2002 la IED estaba por el orden de los 2500 millones de dólares y en 2009 esta cifra prácticamente se quintuplicó. Y ese flujo de inversión sin duda debió impulsar el crecimiento de la economía y contribuyó a su robustez, como lo demuestran algunos estudios. Y eso es un avance que debe aprovechar el nuevo Gobierno, el mayor activo intangible del que goza ahora Colombia es la capacidad de albergar inversionistas con profunda seguridad en sus capitales. No obstante no es una victoria que pueda considerarse en términos absolutos. Veamos por qué.
¿Por qué no se sostuvo el crecimiento económico como era de esperarse, a pesar que la IED estuvo sostenida y con tendencias crecientes?, hay varias respuestas pero me apego a una en particular y que se separa un poco del tema de seguridad, que es sin duda una determinante en el caso colombiano más no la única variable a tener en cuenta. La inversión extranjera genera más posibilidades de crecimiento en la medida en que el grado de formación bruta de capital, la infraestructura y el capital humano son mayores. La IED tiene una relación positiva con el crecimiento, y para hacerlo tendrá que contar el país receptor con niveles mínimos de capital humano y físico. Colombia los tiene y sin duda que la política de educación de los últimos ocho años, que aumentó el número de profesionales y estudiantes universitarios así como el impulso a leyes como la 1286 de 2009, han permitido que la inversión encuentre en Colombia un entorno generoso con sus intenciones.
No obstante falta y mucho. El crecimiento económico esperado para superar la pobreza y el rezago del país sólo podría superarse con una tasa mayor, y una mayor tasa impone mayores esfuerzos en formación de capital humano e infraestructura, temas que el actual Gobierno deja muy bien sustentados, sobre bases fuertes, pero sin duda la pericia de los próximos gobiernos determinarán si lo hecho por Uribe valió o no la pena. La infraestructura sigue siendo el cuello de botella del crecimiento en Colombia y parece que Uribe pudo ser más ambicioso y pecó al considerar el problema de la precaria infraestructura del país como un tema secundario. De ahí que Santos y los próximos presidentes deberán corregir el rumbo en ese tema.
La política de seguridad democrática, por otro lado, ha supuesto para el país la recuperación de la confianza en el Estado y el monopolio del uso de la fuerza y la autoridad. Si bien ningún grupo armado ilegal hoy está totalmente destruido, se encuentran en un punto de no retorno y para continuar avanzando la política de seguridad del nuevo Gobierno debe tener algo que, infortunadamente, no tuvo en cuenta el Gobierno de Uribe Vélez: considerar un fenómeno como la violencia como algo estático y no prever su dinamismo. En otros términos eso quiere decir que la campaña gubernamental creyó que detener a los grupos en el campo y aislarlos sería suficiente y no consideró la migración de los fenómenos delincuenciales a las ciudades, su capacidad de penetrar a mandos medios del Estado, especialmente en regiones alejadas y la evolución de grandes carteles narcotraficantes a numerosas redes de microtráfico de drogas que encontraron sus nodos en las ciudades. Claro, sin haber actuado sobre los grandes ejércitos que en 2002 se apropiaban de tierras y ejecutaban actos propios de terrorismo se habría sentado un precedente catastrófico: el temido término de Estado fallido usado en algunos foros internacionales habría sido poco para describir a un hipotética Colombia sin la política de seguridad ejecutada. Uribe, nuevamente, dejó una base indispensable que Santos no puede dejar de reconocer: la política de seguridad democrática ahora debe concentrarse en las ciudades, pero sin descuidar los flancos ganados.
En el campo de los errores la Historia podría ser más severa que yo. Sin dudarlo me atreveré a pensar que Uribe pecó más por omisión que por acción, por ejemplo, al permitir que la política tradicional se apropiara de escenarios como la contratación con tal de tener a las mayorías en torno a las políticas estratégicas del Gobierno Nacional. Un error costoso que permitió avanzar mucho en el campo económico y de la seguridad, pero que dejó serias dudas sobre la capacidad de las instituciones del Estado de cambiar, depurarse y hacerse más fuertes. Un costo que se paga caro. Un error que sin duda la Historia no vacilará en reprocharle al presidente saliente.
De lo que estoy seguro es que el binomio de la seguridad democrática y la búsqueda de la confianza de los inversionistas no puede tomarse como demagogia. Son políticas que merecen toda la firmeza en su planeación y en su ejecución y que sirven de base para hacer de Colombia un país que ocupe el lugar que está llamada a ocupar en el concierto de las naciones. Uribe marcó un punto de inflexión, su carisma y sus ideas son de amplia aceptación en Colombia y, creo, merecen ser continuadas y mejoradas. Uribe, puedo decirlo, dio un viro necesario para Colombia.
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