Pequeños Gigantes

Con bastante fuerza se registró la aparición de China como la segunda economía del planeta, desplazando a Japón, del mismo modo que la economía española cedía su lugar a Brasil, que se erige hoy como una de las diez economías más grandes del planeta. Como concuerdan varios analistas, la pregunta no era si llegaría el día en que las potencias emergentes ocuparían lugares como esos en el que llamo concierto de naciones, sino cuándo sería ese momento. Era algo que debería suceder, hace parte del carácter dinámico y en cierta medida evolutivo de la Historia universal. Hace cinco o seis siglos los turcos dominaban los caminos comerciales e imponían cual subastador las condiciones del uso de las vías comerciales, flexibilizándolas a su antojo a sus aliados o al mejor postor. Ese mismo hecho sucedía en el siglo XIX cuando las potencias coloniales europeas gobernaban el comercio y la actividad económica en tres cuartas partes del mundo y en el siglo XX cuando los Estados Unidos imponían sus condiciones en el juego económico internacional. Ha sido así la historia, quizás lo que cambia es el método.

La crisis económica, es casi seguro, lo que hizo fue precipitar ese cambio en el ajedrez geopolítico global pero bajo ninguna circunstancia puede considerarse que es la causa del cambio del escenario político y económico mundial. Eso iba a pasar. Europa no dejaría de ser rica pero sí dejaría de ser la única locomotora de la economía mundial: compartió ese lugar con los Estados Unidos y ahora lo hará con un grupo de países emergentes; el modelo de los Estados de Bienestar europeos arroja sus resultados hoy, donde el paro aparece como preocupación en un continente rico, pero donde los jóvenes cada día tienen más dificultades para engancharse laboralmente, donde la deuda pública parece crónica y donde, por consiguiente, los crecimientos de los PIB son más bien discretos. España expone magistralmente la decadencia de un modelo económico que, como lo mostró finalmente, tiene unos costos de largo plazo bastante indeseables. Claro, esta teoría es controvertible pero al menos ofrece una perspectiva interesante sobre el panorama económico europeo.

En los Estados Unidos pasó lo contrario. El liberalismo económico excesivo, la proscripción absoluta de la regulación y ese neoconservadurismo fiscal implantado desde la administración Reagan y por recomendación de los señores de Chicago, llevó a que el eje principal de la economía internacional se desajustara, y como suele suceder cuando el eje se mueve, afecta el funcionamiento del mecanismo económico global. La cartera en mora por créditos hipotecarios en la Florida pronto provocó que el sistema bancario islandés colapsara. Mientras Europa discutía si el desmonte del Estado de Bienestar era conveniente, en los Estados Unidos apenas se oía el susurro de ponerle freno al mercado desenfrenado. Ambas situaciones reflejan una misma situación: los sistemas económicos debían reinventarse, las reformas eran necesarias y un nuevo gobierno económico era llamado a ser pensado. Infortunadamente lo que debía pasar hace años, pasó cuando la crisis consumió a las potencias económicas tradicionales.

El déficit, el paro, el bajo crecimiento y la pérdida de credibilidad de las potencias europeas y especialmente de los EE.UU. fue el capital sobre el cual economías como la china, la brasileña y la india, para citar tres grandes países que acogen a casi 2500 millones de personas, parecen haber construido sus éxitos económicos, que ahora me dispongo a controvertir. Es innegable que la economía china ofrece una perspectiva que apenas es superada (aún) por los Estados Unidos, pero que ya ni siquiera el Japón y la Unión Europea parecen por el momento capaces de igualar. Pero es claro que la emergencia de países agrupados en el bloque del G8+12, lo que se conoce como el G20, envía un mensaje claro para la ortodoxia económica que acostumbra a ser algo miope.

Mientras celebramos la que algunos llaman nueva pluralidad internacional, muy necesaria, otros pensamos también que hoy dos de las diez economías más grandes del mundo aportan un número nada despreciable de pobres: cerca de 50 millones de personas en las zonas rurales de China padecen la pobreza extrema, mientras cerca de 65 millones de personas lo hacen en Brasil. Cifra despreciable, dirían algunos, si se considera que menos del 10% de la población china está en condiciones de pobreza extrema. Y sí, puede que al cabo de diez años en China no haya ni un solo pobre, lo cual es alabable. Lo preocupante es lo siguiente: el nuevo mapa económico mundial entrega a la sociedad global a países plagados de abismos sociales, notorias diferencias en la repartición del ingreso y empleados mal pagos.

Difícilmente existirá el sueño chino (salvo para los grandes empresarios occidentales ávidos de mano de obra barata), como pasa aún con Europa o los Estados Unidos, ¿o acaso no han visto una medida estándar como el PIB per cápita de un país como Noruega, el cual ofrece aún un panorama halagador, mientras al dividir el PIB chino entre sus trabajadores apenas entrega un panorama similar al de un trabajador medio ecuatoriano o guatemalteco?, el noruego, con una economía casi 10 de veces más pequeña que la china vive 40 veces mejor que un trabajador del coloso asiático. Eso es lo preocupante, y aunque Europa y los Estados Unidos están en un ostracismo desesperante, es más llamativo y pone a pensar que hoy los grandes gigantes económicos emergidos de las tinieblas son aún pequeños proveedores de bienestar para sus habitantes.

Se aplaude el crecimiento de las otrora naciones irrelevantes en la economía global, pero no hay que confundir las cosas: son pequeños gigantes y sus retos sociales, esos que en su momento buena parte de Europa occidental (e incluso la oriental anteriormente pro-soviética) afrontaron con éxito, siguen amenazando un resultado económico relativamente favorable. Los nuevos ricos pobres tienen mucho por delante, su tarea ahora apenas empieza.

Comentarios

Entradas populares de este blog

El transporte como bien público

Siloé y el mensaje que le queda a Cali

Pobreza, desigualdad y responsabilidad social