Las Campanas de Notre Dame
Hoy no pude dejar de ver con inusual atención al clásico de Victor Hugo adaptado por Disney, el Jorobado de Notre Dame, que refleja con alguna macabra precisión el ambiente que ha impulsado en Francia el presidente Sarkozy, amparada en una extraña idea de seguridad que asocia al crimen con las minorías étnicas, especialmente las poblaciones gitanas que en un gesto bastante deprimente para un gobierno de una nación ejemplo del derecho han sido sometidos a un trato displicente, que concluyó en su expulsión inmisericorde del territorio francés.
El relato de Victor Hugo, en su adaptación infantil, empieza con una cruenta persecución que el despiadado y misterioso ministro de Justicia, Claude Frollo, emprende contra la población gitana, representada en una mujer que corre desesperadamente por las callejuelas de la París del medioevo, huyendo de su inquisidor para finalmente morir en las escaleras de Notre Dame, antes de recibir el ansiado asilo que concedía la Iglesia a quienes podrían ver su vida en riesgo producto de las persecuciones de las autoridades. Los gitanos, confinados a la clandestinidad en las cloacas de una París sucia y oscura, vivían ocultos de los ojos del juez Frollo, cuyos ejércitos no dudaban en desenvainar sus sables contra ellos y así erradicar a una escoria que no tenía derecho a vivir como lo podría hacer un ciudadano cuya etnia no fuese motivo de cuestionamientos. Al menos esa era la lógica del cruel ministro.
Cinco siglos después la opinión pública internacional asiste al espectáculo de un presidente francés y un gobierno decidido a impulsar una reforma que haga más inflexible la legislación migratoria de un país que, como Francia, se ha hecho grande en gran medida por su capacidad de ser cosmopolita y constituirse en una convergencia real de culturas, como quizás su decadente selección de fútbol -por sus discretos resultados desde el mundial, no por otro motivo- lo demuestra: abundan más apellidos de origen africano que los tradicionales de la metrópoli europea. En un ataque inexplicable de tufillos xenofóbicos, Sarkozy ordenó el desmantelamiento de los campamentos de gitanos y su inmediato regreso a Rumania, aún sabiendo que la presencia del pueblo Rom en Francia obedece a una incapacidad de su nación de origen de brindarle a sus miembros unas condiciones mínimas de bienestar.
En nombre de la seguridad se han cometido crímenes y atrocidades en todo el mundo, y en nombre de la seguridad la Francia sarkozysta está poniéndole a los derechos un carácter mercantil, en el cual la moneda de pago parece ser la fortuna y contingencia de ser parte de una etnia. De repente la persecución contra los gitanos aparece como una muestra de un Gobierno que peligrosamente polariza al país en torno a asuntos raciales y lo pone en unos predicamentos absurdos: ¿es posible ser francés o ciudadano de segunda clase?, ¿es posible relativizar el derecho y la nacionalidad?, ¿no otorga un país todos los derechos y deberes a un extranjero que adquiere la nacionalidad de la misma manera que lo hace un ciudadano por nacimiento?
Sin duda que el debate en Francia se enciende y se canaliza en torno a una eterna necesidad de regular a la inmigración, más en tiempos de crisis económica, pero sin caer en la tentación de convertir un tema de gran importancia en un asunto dogmático y diseminador de odios. Europa ha conocido la barbarie de los odios entre países, razas y credos políticos: mal hace el señor Sarkozy en dividir a un país que, como cualquier otro, debe combatir a la inseguridad y el crimen con algo más que deportaciones de mujeres, ancianos y niños que, sin más razón evidente, buscaron en la tierra de la libertad, de la igualdad y la fraternidad una oportunidad. Una oportunidad que su país no les brindó.
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