¿Por qué ser menos corruptos?
No es cuestión de honor por salir bien librado de un ranking que puede arruinar el prestigio de toda una nación. Parece que la respuesta a este interrogante proviene de algo más profundo, mucho más estructural y que define buena parte de los problemas relacionados con el desarrollo económico y el progreso de las naciones. Sin entrar en análisis profundos bastará con contrastar juiciosamente el mapa de la corrupción en el mundo para darse cuenta que cuando los niveles de desviaciones producto de la mala gestión de los recursos públicos y privados es un comportamiento sistemático entre los grupos sociales de los diferentes países simplemente las cosas no pueden ir bien. Y la percepción que se tenga no puede describir un comportamiento contrario.
Basta con revisar el caso de América: salvo dos países, Chile y Uruguay, ningún país latinoamericano se salva de caer en las manos de la corrupción. Y vaya coincidencia, dado que curiosamente Chile y Uruguay experimentan los más altos índices de desarrollo humano de la región. No puedo arriesgarme a estimar arbitrariamente la correlación entre los niveles de corrupción y la prosperidad de los países (atención: prosperidad, no crecimiento económico) pero podría arriesgarme a decir que la relación podría ser positiva y muy fuerte.
En el mundo sólo unos pocos países pueden decir confiadamente que la corrupción es una poco probable excepción, tal es el caso de Canadá y Noruega, mientras países como los África subsahariana saben que la corrupción es un asunto propio de la cotidianidad: política sin corrupción no es concebible; no obstante, ¿hay que ser rico para ser honesto? ¿o hay que ser honesto para ser rico?, realmente la pregunta puede plantearse desde varios aspectos: Noruega nunca ha sido un país pobre, pero Chile sí lo fue. Hoy Chile está alistándose para ser el primer país latinoamericano en formar parte del club de países desarrollados. Noruega no sería un caso para reforzar mi argumento, pero Chile claramente se constituye en el ejemplo claro de lo que una administración pública transparente puede lograr en los demás sectores de la sociedad.
La corrupción puede rezagar a un país un buen número de años. Colombia, por ejemplo, gracias a una administración pública más bien opaca ha logrado atrasarse en materia de infraestructura más de una década con costos desastrosos para el crecimiento económico y la mejora en las condiciones generales de la sociedad (saber que los ferrocarriles nacionales fracasaron porque a alguien se le ocurrió construirlos con un ancho de trocha obsoleto es una muestra que corrupción y malas decisiones suelen ir hermanadas). No hay en la actualidad una sola concesión vial en Colombia otorgada recientemente que no esté cuestionada. Y es que el problema de la relación entre el Estado y los demás sectores de la sociedad es la capacidad de transmitir incentivos perversos que fortalecen los intereses de los grupos de poder y lleva a niveles casi raquíticos a los intereses generales.
Un Estado corrupto es un aliciente casi implacable para llevar la corrupción a los diferentes sectores de la sociedad. Ese incentivo pronto pasará factura al crecimiento, la productividad y a la eficiencia de las instituciones para poner orden al sistema. Quizás por ello Carlos Caballero Argáez entrega buena parte de la culpabilidad por el rezago económico a la relación malsana entre el sector privado y el público, relación que no es absurdo pensar esté sustentada en oscuros pactos y contubernios nocivos.
Infortunadamente buena parte de las estructuras institucionales de los países donde la corrupción tiende a ser notoria son generadores de incentivos para que se cultiven relaciones que sin duda tienen efectos negativos en la economía. Teóricamente se ha dejado claro que el Estado, en tanto que planificador social, logra integrar las preferencias dispersas en una gran función de bienestar social. Sin embargo, aunque no dista tampoco de ser un fin utópico, en América Latina y Colombia es sin duda una fantasía pensar en que el Estado logra velar por el bienestar social cuando fácilmente un grupo de poder logra imponer su agenda política que, normalmente, se aleja bastante de los intereses políticos generales.
El contraste del mapa de la corrupción con el de las regiones más prósperas del mundo es desolador: no hay un solo país con niveles relevantes de corrupción que pueda hablar simultáneamente de prosperidad. A lo sumo lo harán de crecimiento, como Brasil y China, pero no de una estabilidad propia de la que gozan los países nórdicos y algunos australes como Australia o Chile. Es evidente que sin transparencia los pueblos no progresen. Al menos la tímida evidencia que propongo así lo sugiere.
Basta con revisar el caso de América: salvo dos países, Chile y Uruguay, ningún país latinoamericano se salva de caer en las manos de la corrupción. Y vaya coincidencia, dado que curiosamente Chile y Uruguay experimentan los más altos índices de desarrollo humano de la región. No puedo arriesgarme a estimar arbitrariamente la correlación entre los niveles de corrupción y la prosperidad de los países (atención: prosperidad, no crecimiento económico) pero podría arriesgarme a decir que la relación podría ser positiva y muy fuerte.
En el mundo sólo unos pocos países pueden decir confiadamente que la corrupción es una poco probable excepción, tal es el caso de Canadá y Noruega, mientras países como los África subsahariana saben que la corrupción es un asunto propio de la cotidianidad: política sin corrupción no es concebible; no obstante, ¿hay que ser rico para ser honesto? ¿o hay que ser honesto para ser rico?, realmente la pregunta puede plantearse desde varios aspectos: Noruega nunca ha sido un país pobre, pero Chile sí lo fue. Hoy Chile está alistándose para ser el primer país latinoamericano en formar parte del club de países desarrollados. Noruega no sería un caso para reforzar mi argumento, pero Chile claramente se constituye en el ejemplo claro de lo que una administración pública transparente puede lograr en los demás sectores de la sociedad.
La corrupción puede rezagar a un país un buen número de años. Colombia, por ejemplo, gracias a una administración pública más bien opaca ha logrado atrasarse en materia de infraestructura más de una década con costos desastrosos para el crecimiento económico y la mejora en las condiciones generales de la sociedad (saber que los ferrocarriles nacionales fracasaron porque a alguien se le ocurrió construirlos con un ancho de trocha obsoleto es una muestra que corrupción y malas decisiones suelen ir hermanadas). No hay en la actualidad una sola concesión vial en Colombia otorgada recientemente que no esté cuestionada. Y es que el problema de la relación entre el Estado y los demás sectores de la sociedad es la capacidad de transmitir incentivos perversos que fortalecen los intereses de los grupos de poder y lleva a niveles casi raquíticos a los intereses generales.
Un Estado corrupto es un aliciente casi implacable para llevar la corrupción a los diferentes sectores de la sociedad. Ese incentivo pronto pasará factura al crecimiento, la productividad y a la eficiencia de las instituciones para poner orden al sistema. Quizás por ello Carlos Caballero Argáez entrega buena parte de la culpabilidad por el rezago económico a la relación malsana entre el sector privado y el público, relación que no es absurdo pensar esté sustentada en oscuros pactos y contubernios nocivos.
Infortunadamente buena parte de las estructuras institucionales de los países donde la corrupción tiende a ser notoria son generadores de incentivos para que se cultiven relaciones que sin duda tienen efectos negativos en la economía. Teóricamente se ha dejado claro que el Estado, en tanto que planificador social, logra integrar las preferencias dispersas en una gran función de bienestar social. Sin embargo, aunque no dista tampoco de ser un fin utópico, en América Latina y Colombia es sin duda una fantasía pensar en que el Estado logra velar por el bienestar social cuando fácilmente un grupo de poder logra imponer su agenda política que, normalmente, se aleja bastante de los intereses políticos generales.
El contraste del mapa de la corrupción con el de las regiones más prósperas del mundo es desolador: no hay un solo país con niveles relevantes de corrupción que pueda hablar simultáneamente de prosperidad. A lo sumo lo harán de crecimiento, como Brasil y China, pero no de una estabilidad propia de la que gozan los países nórdicos y algunos australes como Australia o Chile. Es evidente que sin transparencia los pueblos no progresen. Al menos la tímida evidencia que propongo así lo sugiere.
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