Una mina de buen gobierno

No me refiero a que el de Piñera sea un buen gobierno (calificativo que no me corresponde), sino a la práctica de buen gobierno que practica y que dejó en evidencia con el manejo de la crisis de los mineros atrapados en el desierto de Atacama, a casi un kilómetro bajo tierra. No era una situación fácil para Chile, para su gobierno -que en menos de medio año de gestión ha debido afrontar un poderoso terremoto, la sombra del exitoso gobierno de Bachelet y ahora se enfrenta a un asunto que hubiera podido ser su condena- ni para ningún espectador con algo de sensatez.

El manejo que dio el Gobierno de Sebastián Piñera a un asunto de tal magnitud parece más próximo al que da un alto ejecutivo que sabe que un error puede costar no sólo su buen nombre sino el prestigio y capital de su empresa, que el manejo que se hubiera esperado en un gobernante: un espectáculo mediático, personalista y carente de conciencia. Sin duda que el principio fundamental de la subsidiariedad, sobre el que reposa la acción estatal, tuvo en el Gobierno chileno a un gran exponente.

Dirigir un país no tiene por qué diferir esencialmente de lo que puede suceder en una organización. Las organizaciones se desajustan, pero para ello disponen de arreglos internos que permiten su adecuada gobernación. No obstante es muy común en países de la región que los jefes del Estado quieran parecer omnipresentes (y omnipotentes) y asuman un riesgoso ejercicio de micro-gerencia que tiene validez apenas en organizaciones pequeñas e incipientes. El gobernante que maneja todo desde su criterio, sin una capacidad de delegación, supone un problema para la eficiencia de las instituciones estatales -sobre el carácter micro-gerencial, salvo unas pocas excepciones, reposa el espíritu autócrata muchas veces asociado al despotismo-; no obstante, el ejemplo dado por el Gobierno de Chile apunta a otro sentido: la subsidiariedad, el principio que propone que hay que repartir las competencias para la ordenación de los grupos sociales, demostró que quien mejor dirige es quien sabe delegar adecuadamente.

¿Qué hubiera hecho Chile si, por ejemplo, el asunto de los mineros se politiza y la técnica desplegada es desplazada por el apetito voraz de los políticos de figuración mediática?, posiblemente la muestra hubiera sido un Gobierno incapaz de traer a salvo a los 33 mineros atrapados varios metros bajo tierra y sus probabilidades de volver con vida se hubieran diluido con los días. Pero el ejemplo queda manifiesto: quien mejor gobierna, mejor delega, y ese principio fundamental del gobierno de las organizaciones nunca falla.

Y no se trata de delegar sin reparar en los riesgos que naturalmente implica hacerlo. Delegar de una forma inadecuada es tan detestable como pretender abarcar todas las funciones, hasta obtener unos rendimientos claramente decrecientes. Si el objetivo del gobierno de una organización es la centralización de unos óptimos (decisiones de trascendencia general), los costos no pueden por qué ser un problema mayúsculo: los costos de un gobierno ineficiente pueden ser elevados sólo en un caso de ausencia de arreglos internos sólidos.

Piñera demostró que en la gestión pública es posible replicar conductas propias del entorno privado empresarial, ¿por qué lo público debe ser negligente, manejado con desgreño y debe asumir costos a menudo ridículamente altos?, realmente no hay motivo, más cuando es el sector público uno de los mayores proveedores de servicios. El rescate de los mineros en el norte de Chile supuso una reflexión: es posible hacer una política que garantice los resultados esperados. El buen gobierno, por lo visto, no es sólo una práctica propia de las grandes corporaciones. Al menos no en Chile.

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