El sol que no brilló más


Desde el pasado 12 de enero parece que el sol, aquel compañero inocultable de las islas del Caribe, hubiera dejado de brillar para Haití. El feroz terremoto destruyó lo poco que hacía de Haití un estado, sus instituciones, y lo sumió en el peor de los mundos: de frente a la miseria y, pareciera, a las espaldas de la Comunidad Internacional. No hubo, contrario a lo que un observador desprevenido pensaría, un antes y un después para los haitianos; el terremoto puso sobre la mesa a una nación roída desde sus propias entrañas, a una nación inestable, inviable como proyecto de Estado e incapaz de proveer a sus propios ciudadanos de los mínimos universales de bienestar. Si Haití estaba cerca del infierno, hoy lleva 10 meses entre sus llamas.

El escenario haitiano es triste: el cólera amenaza a su población, mientras su gobierno apenas puede controlar las funciones esenciales de la administración pública, la pobreza corroe las pocas esperanzas existentes y, aunque prometida, la ayuda internacional llega por cuotas. El dolor de los haitianos se acentúa con la indiferencia de un mundo que dila para calmar el hambre, la sed y el dolor de millones que lo perdieron todo. No hay Estado, no hay recursos, no hay economía, no hay mucho en la ya triste historia de Haití.

Podría enumerar con mucho más detalles y pesares las desgracias que parecieran haber llegado juntas a la antigua colonia francesa, pero ahora lo importante es recordar que el compromiso con Haití es un deber moral indeleble y es un acto elemental de humanidad. Haití es un país débil, pobre y no será capaz ni en tres generaciones de levantarse y dejar atrás los escombros de la tragedia. Como lo dijo La Bruyére, escritor francés del siglo XVII: la vida es una tragedia para los que sienten y una comedia para los que piensan. Mientras la comunidad internacional piensa, Haití siente cómo un pueblo entero se pierde entre los escombros y las inclemencias de la miseria. En La Española, los haitianos no se sienten aislados por el mar: hoy en Haití, pareciera, que el sol hubiese dejado de brillar. Así como dejó de brillar la solidaridad del resto del mundo.


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