Un pulso por ganar: los cien días de Santos
Tiene cierto matiz supersticioso, casi cabalístico. Los cien días de un gobierno, e incluso los últimos cien días de un mandato, tienen tal relevancia como el balance final mismo. Los cien días del Gobierno de Juan Manuel Santos han sido tan particularmente intensos y acogidos por la opinión pública que ha ocupado lugar de privilegio en editoriales de diarios de gran importancia y publicaciones; ha sido tal lo llamativo del actual Gobierno que Gustavo Petro, reconocido dirigente de izquierda, considera que Santos ha marcado un punto de inflexión en relación con lo vivido en el país durante los últimos ocho años.
Y ciertamente Santos ha sorprendido, especialmente en los sectores moderados en que era visto como el típico representante de la clase dirigente, más bien mezquina si bien muy preparada. Santos se presentó como el heredero natural de la muy arraigada imagen del presidente Uribe, es decir, exponente de una continuidad que, buena o mala, ha sido de los afectos de la mayoría de los electores colombianos. Se acabaron los tiempos en que Santos era caricaturizado como un peón del uribismo, un corrupto y un belicista radical y ahora es visto como un presidente conciliador, jefe de un gobierno conformado por una nómina excelsa y de trayectoria transparente.
¿Qué pasó con Santos en tres meses?, sin duda que la respuesta es más bien simple. Por una parte Santos supo tomar lo que convenía de su antecesor pero entendió muy bien en qué aspectos no podía reincidir. La seguridad y la mano firme contra la subversión y los grupos armados ilegales, la promoción de la apertura económica y el desarrollo de la infraestructura estratégica fueron banderas del anterior Gobierno que el nuevo equipo de la Casa de Nariño supo heredar, pero sin olvidar que fueron la corrupción y el carácter micro-gerencial y pendenciero los elementos desestabilizadores de sus obras que en muchos casos propició, sin juzgar si hubo o no la intención, el mismo régimen de Uribe. Casos notorios son la contratación en vías que hoy hace que, a pesar que en 10 años hubo un crecimiento exponencial en dobles calzadas (de 50 km en 1999 a 1050 km en 2009), no exista una sola red vial de alto tráfico completa; o la división y polarización entre los poderes públicos (enfrentamiento de la Corte Suprema y el Presidente) y las diferentes rencillas con los países vecinos.
Fue ahí, además del cambio de estilo natural que obliga una sucesión presidencial, donde el Gobierno de Santos empezó a diferenciarse y a hacer un estilo de administración que motiva percepciones disimiles en la opinión pública. No obstante 100 días son sólo la parte de un periodo de ajustes, de anuncios públicos: faltan las políticas públicas. De cualquier modo un buen comienzo en ese sentido presagia una buena continuación que, es obvio, no estará exenta de dificultades. Santos tiene por delante la aplicación de leyes que pisan poderosos intereses como el estatuto anti-corrupción y la ley de tierras o la formalización de iniciativas que motiven el empleo y la formalización de la fuerza laboral del país, así como una reforma fiscal encabezada por una re-estructuración del sistema impositivo que mejore el recaudo y lo simplifique.
Sin embargo no se puede hacer juicios mezquinos: por delante quedan problemas estructurales de la sociedad que requieren muchísima voluntad de parte de los diferentes estamentos políticos del país, algo bien difícil si se considera el apetito burocrático, clientelismo abundante y divisiones internas de los partidos, sin excepción. En 100 días es improbable un cambio trascendental, pero huele a mejores tiempos, aún cuando en este río revuelto que es Colombia hay ganancias que sólo unos pescadores disfrutan. Y ellos, con toda seguridad, no estarán dispuestos a compartirlas. Ahí el Gobierno Nacional tendrá un pulso que no puede perder.
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