Optimismo, opinión pública y el invierno en Colombia
Recientemente la revista Semana publicó una encuesta en las cuales, entre otros asuntos, se medía la percepción de optimismo de los colombianos con respecto al futuro de su país. En efecto, se podía esperar que el cruel invierno que padece Colombia y que cuesta al país dos puntos de su PIB y más de dos millones de damnificados ha minado la confianza de los ciudadanos en el futuro y se percibe un cumulo de dificultades que sólo las tragedias naturales pueden proveer.
No obstante hay que aceptar que la opinión pública, como lo diría en el siglo XVIII el francés Chamfort, es la peor de las opiniones. Es el animal más insaciable y voraz que existe y su apetito de resultados tangibles muchas veces es el mayor causante de juicios sin duda prematuros y casi siempre errados. El presidente Santos recibe una calificación favorable pero se le cobra con mezquindad el manejo de la economía y aspectos que no son resueltos en un corto plazo -menos en tres meses-, para citar un ejemplo de aquellos aspectos que la opinión pública colombiana considera mal manejados. No es el momento adecuado para decir si el Gobierno va bien o no, no obstante en un país de complejidades como Colombia podría pensarse que es normal que los ciudadanos exijan resultados de forma instantánea.
Pero la teoría que más se ajusta a estos resultados es el malestar que causa en una sociedad la perdida generalizada de activos, asomándonos a un enfoque puramente económico y financiero. La Gran Depresión de los años 30, si bien no fue catástrofe natural, destruyó activos que pronto llevó a que la percepción sobre el futuro de la nación se viese afectada. Con mayor razón, después de los sucesos naturales es normal que los ciudadanos que pierden sus activos sientan impotencia e ira y quieran buscar un responsable. La fuerza de la naturaleza es difícil evadirla pero evidentemente los Estados tienen herramientas para amortiguar los golpes que propina y de allí que se derive el inconformismo cuando esas herramientas no son bien manejadas o no son adoptadas; es ingenuo pensar que los efectos del invierno más fuerte de la Historia colombiana pasarían inadvertidos pero sí es posible creer que los millonarios daños causados por las aguas desbordadas de su curso pudieron haberse minimizado si el país hubiese tenido una real cobertura de sus activos.
Y no es un asunto de un Gobierno. Es un asunto mucho más extenso que pasa por la legislación pasada y vigente y la forma en que se hace cumplir la ley. Zonas deforestadas, urbanización irregular en el lecho de los ríos, falta de vigilancia y control de las cuencas de las principales fuentes hídricas suponen un descuido histórico mayúsculo que hoy hace que los costos que internaliza la sociedad colombiana por la perdida y exposición excesiva de los activos asciendan a casi el doble de los recursos adicionales que espera recibir el Gobierno por la reforma tributaria aprobada ayer por la Cámara de Representantes. Con unos costos tan altos y perceptibles por todos los damnificados y sus familias, es apenas lógico que los ánimos de la opinión pública se vean desplazados hacia el lado negativo del espectro.
No es momento para aprender la enseñanza, pero está claro que ese costo para la sociedad colombiana luego de este invierno, que ya cuesta lo suficiente para financiar todas las autopistas que el país requiere para dinamizar su economía, obliga a replantear la forma en que los individuos deciden su localización geográfica y la de sus propiedades y el manejo que las autoridades dan a estas decisiones de los ciudadanos. No es posible seguir permitiendo la urbanización irregular de las laderas de las ciudades así como es imperativo impedir que se siga poblando los lechos de los ríos.
En medio del desespero y furor de la opinión pública por tragedias como las que hoy nos procura el invierno en Colombia, es una invitación tácita a pensar seriamente en nuestra capacidad de respuesta ante las tragedias y a planear seriamente un dispositivo mucho más eficiente para la prevención de los efectos devastadores que la naturaleza desbordada plantea: que las aseguradoras hayan atendido sólo 1800 siniestros por 68 mil millones de pesos es un mal indicador, si se tiene en cuenta que las cifras totales de la tragedia invernal son muy superiores . Lo único cierto es que lo último que puede perder la opinión pública es su activo más valioso: el optimismo.
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