Es la otra España


A mediados de la década, España representaba el 14% de la población de la Eurozona y el 12,2% del PIB de la Unión Europea. Algunas cifras aportadas por ciertos estudios económicos concuerdan en afirmar que en los últimos cinco años del siglo XX, la Zona Euro creó 10.800.000 empleos, de los cuales la economía española aportó el 29,5% de ese total: 3.000.000. Entre 2000 y 2005 la proporción se amplió al 66% y entre 2004 y 2005 se estimó en un 91% la proporción del total de empleos producidos en la Eurozona por España. Si bien la economía española hace cerca de dos décadas no crece por encima del 5% en términos reales, es cierto que el PIB real español creció por encima del promedio de las 12 naciones más relevantes de la Unión Europea hasta antes de la crisis financiera global. De ese modo, España optó por un crecimiento económico intensivo en empleo cuyo efecto indirecto ha sido el limitado incremento de la productividad del trabajo. Se ha creado mucho empleo pero se ha formado una brecha negativa respecto a la productividad del trabajo en el resto de Europa.

España hace poco más de 40 años era un país pobre. Sus tiempos de imperio de ultramar yacían en el fondo de los anales de la Historia patria y las sucesivas guerras civiles, la férrea dictadura de Franco y el empobrecimiento de Europa tras las guerras mundiales habían empujado a España hacia las periferias de los intereses europeos y mundiales. Para ilustrar un poco basta echar un vistazo al comportamiento de la economía colombiana versus la economía española entre 1980 y 2009: el PIB per cápita español a dólares corrientes en 1980 era de $6045.14 frente a los $1242.04 registrados por Colombia, 20 años después la situación cambió notoriamente; a casi $32.000 ascendió el ingreso per cápita español mientras el colombiano llegó a los $5055.75.

España empezó siendo un productor de bienes de bajo valor agregado, como la mayoría de las economías emergentes hoy día, lo que implicó bajos salarios y costos de producción por consiguiente bastante bajos. Salarios bajos que atrajo toda clase de mano de obra y, ante la demanda elevado de trabajo, motivó un éxodo de trabajadores extranjeros que hizo de España uno de los principales receptores de inmigrantes en el mundo. En efecto, como se esperaba, la economía ibérica empezó a crecer a pasos agigantados, los salarios subieron y, naturalmente, la competitividad de las empresas españolas empezó a perderse. Siendo más minuciosos en la explicación, España afrontó shocks de oferta por el lado de la reducción de los tipos de interés de un 12,7% entre 1998 y 2005 hasta un 3% en las vísperas de la crisis de 2008. Bajas tasas de interés y un elevado número de inmigrantes impulsó la oferta de bienes y servicios y, por otro lado, la demanda venía siendo estimulada por el auge. Los precios de los activos se elevaron, especialmente los activos inmobiliarios, los salarios subieron moderadamente y las empresas se endeudaron con facilidad.

No obstante algo no funcionaba. España seguía vendiendo los mismos bienes y servicios, sólo que más caros, y se sumergía en la explotación de nuevos sectores económicos con algo de timidez. La construcción jalonaba el 19% del PIB, por ejemplo, pero la economía española no lograba introducir innovación y perdía mes a mes competitividad. No hacía cosas nuevas. Las políticas económicas seguían defendiendo el modelo de salarios bajos que los agentes interpretaban como la salida más fácil en comparación con la inversión en innovación o adaptación de nuevas tecnologías; una reflexión hecha por el excéntrico y acertado Sala i Martín sugiere que si los inmigrantes no hubieran corrido a aceptar salarios bajos (por supuesto más altos que los de sus países de origen, problema y contradicción protuberante) las reformas empresariales en España no se habrían retrasado.

Pero hay factores macroeconómicos para entender que el vertiginoso crecimiento económico español tendría una abrupta detención. Por un lado los tipos de interés bajos no dependen de una decisión soberana de España, por su adhesión al Euro, los tipos de interés terminan siendo una decisión del Banco Central Europeo. Y como todo juego de estrategias, los movimientos en los tipos de interés resultan siendo determinados por decisiones externas, en este caso, por los incrementos en el tipo de intervención que adelantó la Reserva Federal de los Estados Unidos en 2004. Esa señal del mercado monetario, supuso para los inversionistas una nueva expecativa: que los tipos de interés bajos en Europa subirían. Y es obvio, una de las grandes desventajas de esta clase de herramientas de política monetaria es que una vez están en el umbral más bajo la expectativa que se incuba es una sola: alguna vez tendrán que subir.

El otro factor ha sido la fuerte dependencia de la economía al sector inmobiliario. Escudados en la premisa falsa que dice "el ladrillo nunca baja", los españoles le apostaron a un auge constructor que pronto devino burbuja. Según estimativos frecuentemente citados, durante un buen tiempo el 60% de la formación bruta de capital estuvo en la construcción. Como la oferta de vivienda y de finca raíz crecía sobre la creencia de su invariabilidad en los precios, la especulación sobre éstos se hizo algo generalizado. Sin embargo contra toda lógica, los compradores y vendedores creyeron que los precios irían hasta el infinito y, evidentemente, eso no pasó. La histeria cesó, los precios cayeron a causa de la merma en la demanda, las empresas constructoras e inmobiliarias dejaron de construir y contratar trabajadores y ahora el 19% de la economía española, como lo advierte Sala i Martin, corre el riesgo de desaparecer. El ruido de la histeria no permitió oír las voces de quienes advertían que esta terminaría y que era necesario emprender reformas fuertes para modernizar al sector productivo español.

Inmobiliarias y constructoras endeudas hasta los tuétanos con el sector financiero -la deuda se estima en un 27% del PIB español-, los bancos se quedarán con las propiedades y las rematará para recuperar algo. La proporción de la deuda caerá pero no desaparecerá y, ante unos ingresos casi nulos, nada permite pensar que el sector inmobiliario responda con sus compromisos. Hoy en día el Gobierno español ingenuamente (¿o incompetentemente?) cree que el problema de España se motiva por la baja de la demanda agregada, luego todas las recetas fiscales de corte keynesiano han estado conducidas hacia revitalizarla, cuando el problema fundamental es una bajísima oferta. El problema es que la demanda es superior a la oferta, luego quedan dos alternativas: reducir la demanda, cosa que ya sucede y genera efectos depresivos nefastos, o aumentar la oferta. Los esfuerzos del Gobierno deberían conducir a revitalizar la oferta agregada, cosa que no sucede aún. España le está apostando a recetas de corto plazo que no son más que paliativos, porque la enfermedad, severa y resultado del desenfreno de años anteriores, no parece acabarse. Es necesario adoptar medidas de largo plazo, dolorosas y difíciles, pero que a la larga impactarán en la productividad, la creatividad y la innovación.

Esta es la otra España, no la que huele a caña, tabaco y brea, sino la que corre el peligro de verse reducida a una posición indigna de su grandeza. Aquella España que espera en la incompetencia de sus gobernantes, el silencio cómplice de las autoridades autonómicas y la mezquindad de los opositores populares. Es hora de la reforma. Es eso o la catástrofe y el fin del milagro español.

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