Patrimonios inexpugnables
En Colombia nos acostumbramos durante años a hablar de patrimonios inexpugnables. Nos montamos en esa nube que ante cualquier situación el patrimonio del pueblo se mantiene imperturbable. En cristiano no es otra cosa que mantener a las empresas públicas en manos del Estado, restringir el interés privado en ellas y así lograr imponer posiciones ideológicas que en ocasiones suelen retornar acompañadas de interesantes apoyos populares.
Hace unos días el Gobierno anunció un proyecto de ley que lo facultará para la venta de 9,9% de las acciones que tiene en la mayor empresa de Colombia, Ecopetrol, así como la enajenación de un porcentaje adicional. Eso permitiría reducir la participación estatal a un 70% y aumentar la participación de accionistas privados e institucionales en una empresa que cuesta 85 mil millones de dólares. Evidentemente una jugada interesante y llamativa para el debate.
Tal venta daría al Gobierno unos ingresos aproximados de 9 mil millones de dólares, es decir, renunciar a sus participaciones en la empresa y traspasarlas a unos nuevos accionistas representaría un flujo de dinero equivalente al de una reforma tributaria en un tiempo sustancialmente menor, ¿costo de oportunidad?, buena pregunta. El costo de oportunidad de retener esas acciones podría calcularse como la suma de los rendimientos futuros de estas en una empresa que cada año aumenta sus utilidades y se proyecta internacionalmente como una de las mayores compañías petroleras. Quizás los rendimientos futuros compensarán los altísimos costos de modernización que demanda la empresa para poder sustentar su proyecto de expansión.
Para muchos, como la izquierda colombiana, vender acciones de la mayor empresa del país es renunciar a un activo estratégico del que dispone el Estado. Un patrimonio inexpugnable. Pero esa visión está enmarcada en un solo punto de apoyo que ignora cuál puede ser el costo de oportunidad de no vender unas acciones y renunciar a la liquidez que podría proporcionar la compra de estas al Gobierno. El Ministro de Hacienda sostiene una teoría que no es descabellada: el Gobierno quiere vender las acciones para financiar proyectos de infraestructura en el país. Vender unas acciones para obtener los recursos para su construcción, sin duda a largo plazo puede proveer de tasas de retorno sociales mucho más elevadas que la conservación de la propiedad estatal de la Empresa petrolera.
Los altos costos de transporte determinados por la precaria infraestructura vial del país, acentuada por una mono-modalidad del transporte que restringe aún más la circulación de factores dentro, desde y hacia el país suponen un carácter urgente para unos proyectos que son realmente estratégicos para una economía como la colombiana. El Gobierno no dispone de los recursos para impulsarlos y la mala gestión del Estado en el manejo de las concesiones supone aún mayores riesgos de finales desafortunados como los que ha presenciado la opinión pública colombiana en los últimos meses.
Es indispensable, por supuesto, corregir esos fallos constantes que caracterizan a la contratación de grandes proyectos de infraestructura en Colombia. No hay contrato completo, pero en el contexto colombiano los contratos parecen marañas que al final de cuentas terminan por acolitar toda clase de desviaciones durante su ejecución. Ciertamente el temor de algunos tiene fundamento: si no se depura la contratación de grandes obras y se optimiza la gestión estatal de la infraestructura, los 16 billones de pesos que podría obtenerse de la venta de una parte de las acciones del Gobierno en Ecopetrol corren el peligro de ser dilapidados. Bien lo sugirió Caballero Argaez: al Estado colombiano no lo agobia la falta de recursos sino su mala gestión.
De cualquier modo lo que más debe entenderse es que la conservación de activos estratégicos del Estado, muchas veces convertidos en patrimonios nacionales, no puede ser una condición de fuerza que impida ser alternativa para la búsqueda de objetivos estratégicos para una economía como la colombiana. Financiar autopistas y redes de transporte supondrá apostarle a intereses estratégicos de largo plazo que pueden sustituir aquellos que antes, más por ideología que interés real, quisimos convertir en piezas sagradas.
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