Conservando prejuicios
El deseo de algunos de ver la ruptura entre el presidente Santos y Uribe, versión que circuló ampliamente por la prensa nacional en días pasados, me recuerda un poco el deseo y obsesión de los ultra conservadores norteamericanos del Tea Party de exacerbar los ánimos hasta el punto de la polarización con matices de violencia. Al margen de cualquier consideración, es mezquino convertir la crítica política -esencial en la democracia- en una herramienta de confrontación popular que agite los ánimos. Y es mezquino en Colombia por una razón: continuidad no quiere decir conservación fidedigna de todo cuanto hizo un antecesor. Si Santos conserva los éxitos de Uribe, no está obligado a conservar sus errores, ¿acaso alguien lo haría?
Pero veamos un poco de historia. En 2001, cierto, mientras las FARC presionaban una negociación a su favor con el Gobierno colombiano al asegurar que los patrullajes militares alrededor de la extinta zona de Distensión era un obstáculo para la paz, que jamás llegó, la opinión internacional especializada determinaba que Colombia era un país cuya institucionalidad se asemejaba a la de Haití o la Costa de Marfil (considerados estados fallidos); el país estaba en uno de los puntos más críticos de su Historia reciente, sumido en una tenue recuperación económica que siguió a una profunda recesión que afectó a la economía colombiana entre 1999 y 2000 mientras se rompían las expectativas de paz con el mayor grupo armado ilegal, que ahora cargaba el peso de organización terrorista luego de los eventos del 11 de septiembre de 2001 y que se embestía ferozmente contra el Estado colombiano.
El escenario era todo menos inspirador: el proselitismo armado de las FARC, bajo profundas sospechas de estar también en el negocio de las drogas ilícitas, generaba pánico y sosobra; cerca de dos millones de colombianos desplazados de los campos a las ciudades y otro número similar que abandonó el país ante la perversa congruencia de la violencia, la debilidad del Estado y la coyuntura macroeconómica. Pesimismo en todo su furor. Un crecimiento que estuvo en el -4,8% en el tercer trimestre de 1999, un indicador de confianza de la industria que oscilaba del mismo modo en que las expectativas eran inestables y una confianza de los consumidores aún más deteriorada presagiaban que el cambio en el rumbo era una necesidad. No era culpa de la administración de Pastrana, era la confluencia de muchos fenómenos engendrados años atrás. Bastó un momento para que todos los males se desbordaran con efectos devastadores.
La llegada de Uribe representó ese cambio de rumbo. De la voluntad política gubernamental del diálogo y la resolución pacífica del conflicto se prefirió en 2002 una estrategia armada y firme del Estado. En pocos años los resultados saltaron a la vista, Colombia recuperó parte del terreno perdido y la seguridad obtuvo carácter prioritario. Luego de 8 años de Gobierno y por primera vez en varios años, si bien surgieron nuevas prioridades que no fueron atendidas por Uribe, un presidente no tendría que pensar en cómo darle un poco de viabilidad al país en medio de la violencia. De ahí que la llegada de Santos sea la oportunidad de todo un país para volcarse a lo fundamental: consolidar un proyecto real de nación.
¿Por qué considerar como peligro para lo que se construyó en la última década la ley de víctimas, la ley de tierras o las reformas sociales que el nuevo Gobierno ha querido implementar?, una agenda social y económica que ataca el núcleo fuerte del conflicto, como la mala distribución de los derechos de propiedad de la tierra y la baja capacidad del Estado para defenderlos, no puede ser considerado como un peligro para un legado como el de Uribe; al contrario, si el Estado ha recuperado algo de la autoridad perdida, es el momento de impulsar reformas. Es además un mensaje de optimismo para la comunidad internacional, cuyas expectativas por fin estarán ajustadas en el anhelado post-conflicto.
No obstante, Colombia no puede pretender superar sus problemas fundamentales si no asume los costos de años de negligencia, ni mucho menos si sigue conservando prejuicios. La continuidad de Uribe se garantiza en la misma medida en que problemas de fondo son asumidos como prioridad. Si la pobreza y la exclusión permanecen inamovibles, los éxitos en la seguridad, que aún deben consolidarse, desaparecían al cabo de unos pocos años. Si seguimos conservando prejuicios, el fracaso estará esperando a la vuelta de la esquina.
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