Paro o precariedad: salario mínimo


A ambos lados del Atlántico el asunto del salario mínimo ha cobrado singular importancia. Tanto en América como en Europa, el asunto de la creación de empleo es prioridad y ha dividido muy notablemente el escenario político. Por un lado los ortodoxos, más conservadores, sugieren lo que todo texto de clase de economía postula: el salario mínimo por encima del salario natural reduce indefectiblemente el empleo. Es decir, el salario mínimo lejos de ser una estrategia redistributiva sensata tiene un efecto contrario y contrae las posibilidades de empleo de los trabajadores. Bajo esta tesis, mal que bien, ha operado el diseño de políticas públicas de empleo en buena parte de Occidente. Por otro lado hallamos una tesis más heterodoxa, no sé si progresista -me genera escozor el término-, que sugieren que un salario mínimo evita arbitrariedades en el mercado laboral al situar el nivel de las menores retribuciones de ciertos individuos a niveles socialmente aceptables.

Hace casi dos siglos se hablaba de un salario natural, el mínimo con el cual se garantizaba la supervivencia y reproducción de la clase obrera. Arribada la escuela del enfoque Walrasiano, el mercado laboral pasó a ser un mercado de capitales, bienes y servicios como cualquier otro y el concepto de salario mínimo, si bien explícitamente no desapareció del imaginario, quedó íntimamente ligado a las fluctuaciones propias de las economías. Quizás en el nuevo contexto el salario se podría llegar a fijar como un precio. Veamos por qué. Los neoclásicos postulan que el paro existe porque los salarios son indebidamente altos; sin restricciones, como la intervención gubernamental, la competencia obligaría a situar a los salarios en aquellos niveles donde resulta favorable emplear más mano de obra. Lo que se esboza es una relación simple: a medida que aumenta el salario real, menor será el nivel de ocupación y viceversa.

He aquí una mención bien interesante: "El Estado es, según los neoclásicos, una fuerza intervencionista y distorsionante porque, con sus regulaciones y leyes -siempre excesivas, a juicio de estos autores-, impide que se forme en el mercado de trabajo un verdadero precio libre]. Al imponer salarios mínimos, subsidios y otras protecciones frente al desempleo, al regular de forma intervencionista el mercado de trabajo, los derechos de huelga y despido, la contratación colectiva, etc.; al actuar, en suma, como un Estado de bienestar (en la expresión favorita de los keynesianos), y no como un simple Estado liberal] en realidad lo que hace el Estado es contribuir a elevar artificialmente el precio del mercado de trabajo (es decir, la tasa salarial) por encima del nivel que correspondería a los fundamentos internos de la economía (es decir, al funcionamiento libre y flexible de este mercado).” (Guerrero y Guerrero, 1999)

Claramente no se trata de obtener el monopolio de los buenos sentimientos – monopole du coeur- por parte de los heterodoxos, como lo sugirió Chirac en un debate presidencial en Francia hace un par de décadas, cuando la izquierda promulgaba la falta de corazón en las recetas políticas de la derecha y esta replicó y negaba no estar movida por los buenos sentimientos. Se trata, sí, de contrastar que el problema del salario mínimo corresponde a un contexto económico mucho más amplio y si nos obsesiona establecer un monto que garantice un nivel de renta socialmente aceptable para los trabajadores menos remunerados, debería obsesionarnos el comportamiento de la economía y los agentes económicos: subsidios, gratuidad de la educación y la salud para quienes claramente no pueden pagar un seguro o el acceso a la escuela de sus hijos, mejor infraestructura vial, desmonte de gravámenes y parafiscales, políticas para aumentar la productividad de los trabajadores, apertura a los mercados internacionales, disminución de la dependencia del país a los bienes primarios, entre otros.

El aumento del salario anunciado por el Gobierno colombiano en cabeza del presidente Santos, sugiere un llamado a pensar la forma en que Colombia asume la remuneración de los colombianos. Por un lado hay que tomar medidas que estructuren al mercado laboral desde un enfoque menos rígido que el actual, probable herencia de la obsesión walrasiana: si esta culpa al Estado y a los sindicatos de ser los responsables últimos del elevado nivel salarial -artificialmente elevado, no se olvide-, y hacen recaer sobre el elevado nivel de salario la explicación del desempleo, la solución que ofrecen no puede ser más lógica desde su propio punto de vista. Hay que evitar un aumento inapropiado de la tasa salarial para evitar desequilibrios. De modo que así se negocie en mesa de concertación intersectorial o sea el Gobierno quien fije la variación anual del salario, el principio rector del asunto será el impacto del salario en los beneficios de las empresas y en el paro.

Colombia goza de un sistema tributario perverso, lleno de impertinencias que lo hacen complejo, costoso desde el mismo momento en que se interpreta (toca contratar eruditos que asesoren, lo cual es caro), sumado a que este incentivo perverso está acompañado de otras trampas como los parafiscales, que sumados elevan los costos labores a los niveles más altos relativos (claro, si se mira al resto del continente). Hasta tanto una fuerte evaluación al sistema no sea desarrollada, que amplíe y haga más flexible el mercado laboral, algo que debería ser un pacto nacional, lo más probable es que el salario mínimo sea caballito de batalla de todos contra todos, dándole una importancia mayor de la merecida. Mientras tanto un buen sector de los colombianos seguirá devengando menos del mínimo, y quienes por fortuna lo devengan, seguirán luchando por sobrevivir, porque, tristemente parece que la economía, ciencia que amo, se volvió la menos humana de las ciencias sociales.

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