Torpe ligereza
La reforma a la Ley de Educación Superior presentada por el Gobierno Nacional a la opinión pública es la muestra fehaciente de una torpe ligereza cometida por el presidente y sus asesores económicos y de política educativa. El más grande error que deja esa propuesta es que logró ser la excusa perfecta para que los caza-fantasmas deliren con el espectro malévolo de la privatización. No sé qué es más torpe: si la intención del Gobierno de reformar a la educación superior con una fe inquebrantable en el sector privado configurado por incentivos que lo lleven al rentable altruismo o los receptores más radicales de la comunidad académica que han logrado poner a trabajar su maquinaria ideológica para reencauchar a ese diablo que tanto se aborrece en la educación pública como lo es su privatización.
Moisés Wasserman, rector de la Universidad Nacional, es el primer opositor a la ley y descarta la privatización de la universidad pública como intención de la ley. La privatización es un fantasma y los fantasmas no existen. Sin embargo comparto su apreciación: la reforma es ingenua, y tal vez es esa ingenuidad la que hace a este proyecto una torpeza enorme. Más allá de si la autonomía universitaria se ve o no vulnerada, la mayor preocupación está concentrada en dos flancos de gran relevancia: la financiación de la educación superior no encuentra una solución aceptable y la calidad de la enseñanza y de los procesos complementarios, como la investigación, puede verse en peligro.
Por un lado el Gobierno parte del supuesto que la enseñanza superior es muy rentable y los capitales están a la espera de seguridad jurídica para invertir en ella. Y el asunto es mucho más que la ingenuidad de algunos que creen que por 1400 millones de pesos que vale el llamado Plan de Acción de la Universidad del Valle, esta institución está alistando el terreno para que la privatización germine. El asunto va más allá, definitivamente; por un lado una oferta y demandas crecientes que no encuentran una estructura financiera que permita sostenerla en las condiciones requeridas. Educar al doble de estudiantes no cuesta menos y es ese supuesto de costos decrecientes lo que tiene engañados a los asesores del presidente y la ministra de Educación. Como morirán engañados si creen que los privados llevarán los capitales que optimicen el rendimiento de las universidades públicas.
Es más, a un empresario le resultará más rentable donar un edificio a una universidad (caso Santo Domingo y Pacheco con la Universidad de los Andes, o Sarmiento con la Universidad Nacional) que hacerse cargo de todo lo que implica su gobierno y administración. Sólo en el mundo de las donaciones existe un desinterés de los inversionistas de no controlar el uso de su capital, hecho que tiene lugar por un poderoso incentivo explicado por las deducciones fiscales del 125% que contempla la ley. De modo que si un empresario desea lucrarse con la enseñanza superior, es poco probable que se mueva en la estructura de incentivos de la calidad y el mejor servicio y decida desplazarse, dado un marco de afán de lucro, en las cantidades y en la simplificación de procesos y economías de escala. Y eso en educación conduce a la precarización de su sentido y razón de ser.
Pero mi apreciación está en el supuesto en que las proyecciones del Ministerio de Educación tuviesen cabida en la realidad. Sin embargo, lo torpe de la ley es que ignora algo: los privados fundarán sus propias universidades, mediocres y de bajo costo, porque sale más barato que ir a formar alianzas con universidades públicas con costos crecientes y necesidades multimillonarias. Ahí el fantasma de la privatización termina de disiparse y aparece es un engendro mucho peor llamado baja calidad. La brecha entre universidades crecerá y las disparidades en el ingreso a futuro serán aún mayores. Legiones completas de estudiantes pobres procedentes del cuartil con menor concentración del ingreso y de los peores colegios públicos y privados irán a parar a las nuevas universidades, se endeudarán para pagar sus matrículas y recibirán una educación que en términos de calidad será muy inferior a la que reciben los estudiantes de los mejores colegios públicos y privados y de los sectores más ricos del país.
La idea del Gobierno, sin embargo, no es menos torpe que el movimiento estudiantil y su reacción hacia la eventual reforma educativa. La protesta programada para el próximo 7 de abril es una muestra: protestarán no solo por la ley de educación sino por proyectos como el de sostenibilidad fiscal y la ley de primer empleo. Lo que más me preocupa es que la mayoría ha adquirido un bien de consumo muy barato y de fácil digestión pero de poco provecho, basado en la agitación que los más radicales ejercen sobre los estudiantes ávidos de protesta y nostálgicos con los movimientos estudiantiles de antaño. La mentada privatización de la universidad pública está distrayendo la atención de lo realmente importante.
La propuesta de reforma a la Ley 30 no resuelve el problema de financiación y propone salidas muy ingenuas para obtener recursos que permitan mantener y compensar los gastos de las universidades estatales y, por otro lado, responde al problema de la cobertura pero deja sentado un posible deterioro de la calidad educativa. Se aplaude el interés del Gobierno de aumentar la oferta de crédito educativo, pero no puede dejar de criticarse lo ligera que puede resultar la reforma. Inocua la propuesta, insulsa la respuesta. En el debate sobre la Ley 30 estamos en el peor de los mundos.
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