¿Trade off electoral?

Las palabras del ex-alto comisionado para la paz del Gobierno de Uribe, Luis Carlos Restrepo, coinciden con un sentimiento sumamente arraigado en las huestes ultra-conservadoras del país que, sin duda alguna, están sustentadas por el talante godo del ex presidente colombiano. Para muchos haber elegido a Santos era garantizar la continuidad sin variante alguna de las tesis fundamentales que han caracterizado a los ocho años de administración de su antecesor. De hecho, hay que reconocerlo, fue el discurso que manejó la campaña del hoy presidente Santos y fue una acertada estrategia de merchandising político que manejaron sus hábiles estrategas de campaña; lo cual es bueno en una carrera por la presidencia, evidentemente. Todos los mandatarios, no sólo en Colombia sino en el mundo, encuentran como punto de apoyo aquello en que creen que se concentran las preferencias del electorado. Si Santos se revela como el liberal que es, probablemente hubiera tenido la negativa del poderoso caudal de votantes conservadores que significaba Uribe.

Sin embargo aquellos que hoy están creyendo que Colombia lo que en realidad enfrentó en la pasada elección presidencial no fue una opción de continuidad del Gobierno de Álvaro Uribe sino un trade off, una disyuntiva entre un modelo de liberalismo político y el conservadurista de la seguridad democrática, rayan en la mezquindad propia de los extremos y radicalismos en política. La verdad si los más uribistas creían que Colombia estaba frente a un modelo de continuidad cuya única variación era quién lo ejecutaba, fueron bastante ingenuos, y si ahora creen que Colombia ha debido mantenerse en la seguridad democrática, también cometen un error. No porque el Gobierno de Uribe sea un episodio negro de la Historia, al contrario, en la medida en que pase el tiempo se reconocerá mejor sus aciertos y errores, ambos en buenas cantidades. Pero para toda democracia la renovación es necesaria. Diría que es un deber.

Con la percepción que en el país la violencia está desbocada y que los rendimientos de las políticas económicas son muy bajos, podríamos perfectamente lamentar la ausencia de Uribe. Sin embargo, ni la violencia terminó con su Gobierno -aunque evolucionó y el conflicto entre guerrillas y ejércitos terminó- ni el país dio el gran salto que requiere para su modernización económica, política e institucional. Y el hecho de los ya evidentes problemas de corrupción y tergiversación de la contratación pública, expresada en retrasos de obras estratégicas para el desarrollo, así como la presencia inocultable de desempleo estructural, una infraestructura precaria -mucho más en tiempo de lluvias- y aún una presencia sostenida de cuestionables coberturas sociales nos sugieren que el país debe pensarse en el post-conflicto y no en un gobierno para llegar a él.

Uribe cambió al país. Diría que fue el presidente que jugó su enorme capital político en la erradicación de la mayor amenaza jamás enfrentada por el Estado colombiano y en la eliminación de los grupos guerrilleros de extrema izquierda así como los de extrema derecha. Estos últimos lo que demostraron al final de cuentas fue su carácter criminal y carente de todo mensaje político e ideológico. Si bien hoy hay grupos criminales derivados de ambos bandos, no son más que eso: grupos criminales que merecen una política enfocada en asfixiarlos militar y económicamente. Contrario a lo que sugiere el profesor Humberto Vélez de la Universidad del Valle en reciente conferencia en este centro universitario, el conflicto armado colombiano no existe como una lucha entre actores políticos. El único actor político es el Estado y Uribe fue el presidente que dejó sentada ese prometedor principio recuperado.

Pero la presencia de un Gobierno que configure al país para un escenario diferente al del viejo conflicto armado entre facciones políticas es necesario y no riñe con el modelo de un país capacitado para mantener la seguridad, la convivencia y la defensa nacional. Colombia debe recomponer ahora su debilitado tejido social -costo de todo conflicto armado-, a través de políticas económicas que apunten a la redistribución de la riqueza y el crecimiento económico. Redistribución que se obtendrá a través de una política para la disminución del paro, el aumento de la calidad y de las coberturas de la educación, la salud y la vivienda. El modelo chileno es un ejemplo claro de lo que debe ser un país pensado en la sociedad y en la competitividad de las empresas, en la dotación de activos en infraestructura que permitan la conexión del país, la disminución de los costos del transporte y la conectividad dentro del país, desde y hacia el resto del mundo. Chile redujo sus niveles de pobreza, creció como pocos países durante los años 1990 y hasta hace poco tiempo, se modernizó económicamente, se hizo una democracia ejemplar, con un Estado mucho más eficiente que el promedio de sus vecinos y garantizó una defensa y seguridad nacionales confiables.

La pretensión ultra-conservadora de algunos hoy en Colombia de mostrar a Santos como un traidor riñe con lo que debe entenderse como continuidad. El tema de la seguridad en Colombia no es el mismo asunto que en 2002 ni puede pretender usarse hoy como pretexto para mantener un carácter personalizado en la política. El gran éxito de Uribe es haber dejado que hoy pensemos en reformas mucho más profundas a la sociedad colombiana y no en cómo combatiremos a un bien armado ejército irregular. Sin embargo el deber de Santos es gobernar, no serle fiel a un legado.


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