Conflicto
La discusión del reconocimiento de la existencia del conflicto armado me recuerda a la historia del rey que fue engañado por su negligente sastre y portó un traje invisible en un acto público en donde los asistentes, a pesar de saber que no portaba nada, aceptaron la idea de un traje invisible. El gobierno de Uribe quiso en su momento convencer a la opinión pública de la existencia de una amenaza terrorista y no de un conflicto interno, muchos le creímos, sin embargo en el existía conciencia que el conflicto es y ha sido una realidad. De cualquier modo, el entramado jurídico de las implicaciones que trae una u otra definición quizás sugieren mucho menos de lo que la discusión cree. Me atrevo a postular que conflicto armado y amenaza terrorista no son hoy día eventos mutuamente excluyentes.
Un conflicto interno no necesariamente ha de reconocerle una condición de beligerancia a quienes alzados en armas combaten al Estado de Derecho. El padecimiento de Colombia es todo un largo proceso histórico que empezó por las reivindicaciones políticas de un grupo popular, escisiones paulatinas entre vertientes y una evolución a ejércitos irregulares que alcanzaron a poner en jaque al Estado. Sin embargo con una batalla encarnizada contra un Estado vetusto, débil, pero sostenido por una disciplina democrática característica del pueblo colombiano -no exenta de vicios-, probaron toda clase de fuentes de financiación que los hizo consortes del crimen organizado emanado del narcotráfico y luego reyes de este rentable negocio.
Son más de 40 años en que los ejércitos ilegales han combatido al Gobierno y a través de diferentes procesos el Estado colombiano, sin sujeción a periodos constitucionales, ha reconocido de forma tácita o explícita la existencia de un conflicto entre actores al margen de la ley y un Gobierno representante legítimo de los intereses nacionales. Un conflicto interno de las características del colombiano no es otra cosa que un enfrentamiento armado sostenido y que vincula a unos actores con roles claros: unos representantes de la voluntad popular y otro que busca deponerlos. No tiene relación causal llamar a los actores del conflicto beligerantes cuando no se trata de grupos con algún tipo de dominio territorial, aceptación popular o, más aún, representantes de una causa independentista con reconocimiento internacional. Ni las FARC ni el ELN ni mucho menos las bandas criminales tienen algunas de estas características y no es necesario que una ley les dé un tratamiento en específico cuando los crímenes que han cometido de forma sistemática los involucra en conductas que los aleja de actores en estado de beligerancia y los acerca a movimientos subversivos con prácticas terroristas.
Apelar a la denominación de conflicto armado lo que permite, en el núcleo de una ley como la que permite la reparación a las víctimas de los hechos que involucren a una acción armada y violenta en concreto, es que se impida ambigüedades que puedan representar altos costos fiscales para el Estado. Dicho de otro modo: un terrorista podría ser un delincuente como el tristemente célebre Chacal o ser terrorista todo un frente guerrillero. Más sin embargo ambos casos no responden a motivaciones similares y, en un contexto como el de Colombia, los hechos históricos sugieren que los frentes guerrilleros, los grupos de autodefensas y algunos agentes del Estado han cometido delitos en un contexto de conflicto en especial y no en hechos aislados provocados por la locura de un delincuente. Definir un conflicto armado permite establecer actores y el establecimiento de los actores permite perfilar las responsabilidades: las FARC y los grupos ilegales que aún insisten en hacerle guerra al Estado tendrán que asumirlas pronto y el Estado deberá pagar por obra y por omisión en esta confrontación. Reconocer que existe un conflicto no es perderlo.
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