Instituciones Salvajes: algo para conmemorar la Constitución
Hace veinte años en ceremonia solemne se proclamó la séptima constitución política de la República colombiana y se anunció que no seríamos los mismos. Una Constitución extensa, moderna, cargada de muy buenas intenciones, benévola en derechos, estricta con los deberes y base de más y nuevos mecanismos institucionales que se concibieron como herramientas para la inclusión social y la defensa y garantía de los derechos civiles, políticos y económicos. Si la Constitución de 1886 fue un dinosaurio centenario que luego de seis reformas durante el siglo XX exigía cambios que modernizaran a un Estado vetusto, la Constitución de 1991 se erigió como la gran respuesta.
Pero el balance veinte años después deja muchas dudas de los efectos reales de la nueva norma de normas. Ni el crecimiento económico ha sido destacable ni la desigualdad se ha revertido, ni la justicia es más efectiva ni los derechos civiles, políticos y, especialmente, económicos han logrado ser garantizados a plenitud por el Estado colombiano. Los mandatos de la Constitución de 1991 se reflejaron en una expansión sin precedentes del tamaño del sector público: el gasto público del gobierno central aumentó del 8% en el año de la proclamación de la Carta a más del 20% en el año 2003, año tras año y sin ninguna pausa. Se aumentaron los rubros del gasto social, se elevó el gasto en defensa y seguridad y se crearon más agencias estatales encargadas de ejecutar los presupuestos.
A su vez, se crearon nuevos mecanismos de negociación entre el Gobierno central, el Congreso y las entidades territoriales, e incluso creó mecanismos que generan interdependencia (y a menudo subordinación) entre las ramas del poder público, una tradición liberal muy colombiana de fragmentar el poder y debilitar a un sector del Estado para fortalecer a otro. El sistema de contrapesos no ha sido el esperado, a pesar de haberse pensado tan complejo que fuese imposible violentar esta balanza. La nueva Constitución dio al país un carácter descentralizado y permitió a las regiones diseñar sus propios modelos de desarrollo, gracias a la cierta libertad fiscal, administrativa y política que gozan. Todo se pensó para que desde el Estado central se creara, ejecutara, controlara y delegara todo lo necesario para pensar en una Colombia moderna, próspera y capaz de respetar y hacer respetar los derechos.
Pero el balance sigue siendo turbio: la pobreza disminuye a pasos a menudos imperceptibles, el conflicto lejos de terminarse mutó a una guerra terrorista, las instituciones formales en el terreno local coexistieron y a menudo consumaron un perverso matrimonio con instituciones informales violentas, salvajes y corruptoras y los frutos del desarrollo económico no llegan en las proporciones esperadas, agravado si a eso se le suma una base productiva de materias primas y un crecimiento económico discreto. El Estado es grande, pero derrochador, incapaz de ejecutar sin tropiezos sus contratos y lento a la hora de impartir justicia, respetar los derechos y, aún más, incapaz de hacerlos respetar.
Es entonces cuando viene el interrogante: ¿ha funcionado la Constitución de 1991?, en realidad creo que la pregunta no viene al caso. Otros países han hecho más con menos en materia de leyes, pero han diseñado mecanismos que han permitido que lo escrito se refleje en lo hecho. Colombia formuló una carta magna en presencia de unas amenazas concretas como la violencia terrorista asociada al narcotráfico, regiones aisladas por la geografía y sin infraestructura suficiente para conectarlas, lo cual al momento de darle libertad a las regiones en materia política, administrativa y fiscal lo que hizo fue revitalizar a las tiranías locales, que no dudaron en dilapidar recursos, agrandar los montos de sus cuentas y disparar a una corrupción que hoy galopa por los diferentes niveles de gobierno, además de un proceso progresivo de desmonte de la industria que orientó a la economía a la integración con el mercado global, pero como importador de bienes de alto valor agregado, bienes de capital y manufacturas, mientras fuimos tímidos exportadores y vendedores de materias primas.
A Colombia le pasó como aquellos que viviendo en una rancho con piso de barro adquirieron finos muebles de terciopelo blanco: bastó ponerlos en un lugar de la casa para que el polvo, la humedad y el descuido tiñeran de sucio a la blancura de la tela y les hiciera perder el brillo con el que llegaron. Esa es la triste y agridulce historia de nuestra Constitución. Yo pensaría que hay que organizar la casa, no cambiar otra vez los muebles.
Comentarios