La ficción matemática del sistema
El discurso de la corriente principal del gobierno económico ha afirmado con gran vehemencia la existencia de un orden puro, perfecto e inefable por las palabras que ha caído en una finura abstracta y ha quedado corta para reaccionar con certeza y pertinencia a los desafíos de las sociedades globales. La actual crisis económica que afronta el mundo desarrollado y las espectaculares brechas sociales en los países emergentes no logran ser explicadas más allá de lo que permite la formulación de modelos simplificados de la realidad: todo se halla centrado en la concepción estrecha de la razón y su dominio sobre los mercados y el deseo incontenible de medirlo todo -lo cual no es justificación de demérito- al costo de renunciar a la búsqueda de soluciones concretas a males cada vez más evidentes, lo que sí resulta reprochable. La noción del capitalismo sustentado en el discurso neoliberal ha logrado que la lógica del funcionamiento de las economías esté totalmente entregada a la visión walrasiana, más similar a un mito de una teoría pura, desarraigada de la historia, de los principios culturales y del sistema político. En buena medida cuando José Antonio Ocampo dice que la crisis económica actual es la crisis del nuevo liberalismo económico y no del sistema capitalista, sin duda que aporta una muy buena explicación.
El capitalismo no ha fracasado, pero sí muestra signos de debilitamiento y resquebrajamiento su matrimonio con las tesis libertarias que se han impuesto en buena parte del globo. La liberación de los mercados financieros y la integración a escala mundial de estos, atado a la configuración de incentivos institucionales que propiciaron la acumulación desaforada de beneficios de corto plazo y de riesgos de largo, hoy pasa una cuenta de cobro tan cara que países como Grecia han puesto en riesgo su propia viabilidad como nación para pagarla. Y es que la ola de indignación que ha brotado en las calles de Atenas, Madrid, Santiago o Nueva York no son producto de hechos aislados: sin duda corresponden a toda una serie de hechos y sucesos sobrevinientes que sólo pueden proceder de la inercia de un sistema extremadamente interesado en el corto plazo y negligente con las consecuencias en el largo plazo. En palabras más simples, que los beneficios astronómicos que arrojaba el rentable negocio inmediatista en los tiempos de influencia positiva del ciclo económico lo pudieran disfrutar unas pequeñas y enriquecidas élites y los costos de los riesgos acumulados y de la catástrofe causada por los excesos de esas élites lo padezcan quienes no tuvieron participación del festín -o sea, la clase media, los trabajadores, los pequeños empresarios que no pueden acceder al crédito y los más pobres-, no son situaciones que una persona sensata esté dispuesta a aceptar.
Ayer, Moisés Naím expresaba su preocupación en el futuro de China y su cada vez más recalentado aparato productivo, indicando que la verdadera angustia que debería concentrar a analistas en el mundo es el coloso asiático fatigado y no la idílica Grecia de sólo 11 millones de habitantes. Si bien en el terreno una caída de China sería desastrosa para el mundo entero, especialmente para los productores de commodities, es más pertinente para el análisis hablar de lo que sucede en Europa que en el dragón del oriente. Europa, si bien basó su gasto público en gran parte en el mantenimiento de importantes beneficios sociales para sus ciudadanos, no fue ajena a la crisis que se gestó en Occidente y reventó en 2007 en el sur de la Florida y que hoy tiene a países como Grecia, Irlanda y Portugal al borde del default. Los bancos europeos, históricamente líquidos y con gran músculo para realizar grandes inyecciones al sector real, fueron contagiados con los títulos tóxicos que adquirieron y que hoy los tienen nerviosos, nervios acentuados con la posibilidad que los Gobiernos declaren la bancarrota de sus arcas fiscales y así los mercados financieros contabilicen multimillonarias perdidas. Bancos que prestaron y no recuperaron sus capitales, Gobiernos que los rescataron al costo de endeudarse por encima de sus posibilidades e inversionistas que hoy creen que no recuperarán los préstamos que hicieron a esos Gobiernos, que hoy recortan beneficios sociales para sanear sus resquebrajadas finanzas son situaciones sin duda adversas y elocuentes.
La ética walrasiana de la gestión económica ha promovido que los bancos y el sector financiero, especialmente, impongan una lógica basada en una tímida intervención estatal y en promover desde los Estados mismos los incentivos necesarios para beneficiar al capital financiero. Y no se trata de una replica callejera, muchas veces soportada por el apasionamiento y no tanto por el conocimiento. Es necesario que este punto de inflexión nos permita reconocer que la ficción matemática del sistema, perfecta en sus formulaciones teóricas, ha fracasado estruendosamente al momento de indicar el camino que deben seguir las economías mundiales. El nuevo liberalismo, que menospreció toda regulación y las consecuencias de acumular riesgos cada vez mayores, ha logrado que los países desarrollados se encuentren hoy postrados, mientras las brechas sociales de los países emergentes se cierran lentamente en la medida en que las trampas de la pobreza son enfrentadas por un Estado reinventado y no por un capital que no dudará en ejecutar la responsabilidad social que le corresponde con sus accionistas y, si la misericordia humana lo permite, con sus trabajadores. El modelo económico imperante deberá superar la ficción matemática en la que nos han metido las escuelas de economía, no sin antes dejar claro que las matemáticas no mienten: sólo los matemáticos que pareciera han gobernado el discurso económico y político en el mundo.
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