Protesta sí, paro no
La protesta es un derecho que toda democracia debe conceder a sus ciudadanos. En gran medida, tranquiliza saber que en Colombia la movilización y la oposición manifiesta a iniciativas de origen gubernamental es permitida, aunque los más radicales consideren que la autoridad policial que restringe los excesos cometidos en las manifestaciones masivas es un ataque a las libertades individuales. Pero eso sería otro tema. Creo que en el fondo es necesario sostener con sólidos argumentos los motivos por los cuales el paro de los estudiantes que protestan contra el proyecto de reforma a la Ley 30 merece una reprobación, aún cuando los motivos que generan la indignación sean loables. Finalmente, una cosa es defender la postura de educación superior gratuita y de calidad y otra cosa es oponerse a los bloqueos viales, a los actos vandálicos y la manipulación de la información de forma tendenciosa.
El paro se me asemeja a la protesta que la familia del enfermo hace por la atención negligente de un médico apagando el respirador artificial del paciente. La protesta hoy deberá mantenerse pero tendrá que permitirse un debate en los escenarios que corresponden, un escenario natural que los estudiantes deberían entender y aceptar: el Congreso. El paro, lejos de estar generando beneficios, está poniendo en un forcejeo al Gobierno con los sectores opuestos al proyecto de reforma cuyos costos están pagando la mayoría de estudiantes de las universidades públicas que no logran terminar el semestre y están sometidos a la incertidumbre de ver pospuesta la terminación de su periodo académico. Las universidades sin estudiantes continúan generando costos, los mismos que se generarían con estudiantes. Un desperdicio manifiesto de recursos, ya bastante escasos en el sector.
El paro debe ser levantado porque corre el riesgo de desvirtuar la protesta. Ya abunda toda clase de análisis causales basados en supuestos que, como toda suposición, corren el riesgo de ser juicios a priori. Y es que la propuesta del Gobierno no deja de ser controversial; sin embargo, puede prestarse a más de una interpretación que la visión pesimista de los estudiantes. Pensar en la privatización de los centros deportivos universitarios, de los servicios de salud estudiantiles o la supresión de programas que no estén "dentro de las lógicas del mercado" son aseveraciones osadas que sin duda corren el riesgo de ser sofismas. Y no porque crea que los empresarios que eventualmente inviertan en educación superior y que se hagan socios del sistema universitario, como de alguna forma lo plantea la propuesta, adquirirán voz y voto y aún así no presionarán para tomar decisiones nefastas para el sistema. Ni tampoco creo que suceda lo opuesto: que al hacerse parte del sistema, estos lo alteren de tal forma que ese sistema sea un elemento funcional del aparato productivo, en detrimento de las humanidades y las artes y, ante todo, de la calidad como característica fundamental y predominante.
Sí creo, y merece párrafo aparte, que lo que puede suceder es que los empresarios opten por financiar proyectos de investigación -como sucede hoy ya en efecto-, y no estén tan dispuestos a involucrarse en financiar cupos en el Sistema Universitario Estatal. Por tal motivo, esperar que el presupuesto de las universidades públicas se equilibre y sane con recursos provenientes del sector privado resulta hasta ingenuo. De cualquier modo, todas las opciones tienen validez pero no pueden asumirse como una realidad. Es probable que la propuesta de reforma a la Ley 30 se quede corta frente a los requerimientos del sistema educativo colombiano: allí está lo que debería ser la mayor preocupación y no la cantidad de motivos que los estudiantes exponen y que, de alguna manera, conducen a preferir el statu quo que una discusión a la altura de la academia en los foros donde corresponda.
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