Desprecio




Por: Andrés Felipe Galindo F.*

Recientemente causaron gran conmoción en la opinión pública las declaraciones de una chilena que justificaban una absurda normativa de un exclusivo condominio del enriquecido este de Santiago que establece, entre otras insólitas directrices, que ninguna persona empleada en el servicio doméstico podrá caminar por las zonas comunes sin ir uniformada y que si lo hace sin uniforme deberá usar los transportes dispuestos para tal fin so pena de ser sacada a la fuerza del condominio. Basados en una explícita discriminación de clases, se asume que todas las 'nanas' y personal del servicio doméstico por el hecho de ser de una condición económica menos cómoda no son confiables y por definición propensos al delito. Ayer recibí la llamada de una mujer adulta que vio una entrevista que tuve en un canal local de televisión. Luego de recibir varios elogios de su parte, la mujer procedió a contarme cómo los indigentes y los más pobres se han apropiado de las calles y de las laderas, asociando este fenómeno con un aumento desproporcionado de la inseguridad. En seguida, me pidió que consideráramos nuestro trabajo con las comunidades más vulnerables y evitáramos así ser promotores indirectos de la inseguridad. Su argumento es que lo que hacemos en comunidades en situación de extrema pobreza es un incentivo para la migración del campo a la ciudad y que este fenómeno complejo genera inseguridad en las calles.

Ambos son gestos de profunda discriminación, si no desprecio, entre las clases sociales. Por demás, un síntoma cada vez más elocuente de la profunda desigualdad que se vive en los países latinoamericanos. Para empezar a descubrir un poco el carácter mórbido de la desigualdad y los efectos perversos derivados de él como la discriminación, conviene recordar un poco que el espíritu de los estados nacionales de la región, inspirados en el modelo europeo de bienestar social, propone el concepto de ciudadanía como un estatus conformado por el acceso a los recursos básicos para el ejercicio de derechos y deberes. La no-discriminación en el acceso a estos recursos constituye el espíritu de la plenitud de la ciudadanía. Las políticas sociales constituyen una piedra de apoyo fundamental para el desarrollo adecuado de la ciudadanía. Si bien una política social no detendrá totalmente la desigualdad, es posible que sí posibilite una mayor nivelación de los recursos entre las clases. Y si quizás no nivelen los ingresos entre los diferentes sectores de una sociedad, pueden igualar las oportunidades, lo que supondría que al margen de cualquier diferencia étnica, de género, edad o de cualquier variable que pueda fácilmente ser razón de discriminación, todos los ciudadanos tendrán el legítimo derecho a desarrollar sus potencialidades vitales.

Las divisiones sociales han sido un patrón de conducta permanente en las sociedades humanas. Ni siquiera en aquellas que abrazaron con especial y gratuito fervor tesis del comunismo, la igualdad entre las clases han logrado ser una realidad. Los romanos llamaban a los extranjeros "bárbaros", los negros en los Estados Unidos tuvieron que esperar más de 80 años para ser libres realmente, a pesar que en la Constitución de 1776 se consagraba la libertad de las 13 colonias británicas, los judíos fueron tal mente despreciados que se les persiguió a muerte en la Alemania del Tercer Reich,  asas castas en la cultura de la India, las monarquías en Europa, la existencia de cuerpos de dirigentes en la vieja Unión Soviética o el hecho que sin invitación del Gobierno, los ciudadanos chinos no pueden presenciar un desfile militar ni siquiera desde sus ventanas, son señales que proponen que la desigualdad entre unos y otros es esencia misma de las organizaciones humanas, en algunos lados más que en otros. Sin embargo, y es ahí donde marcamos una diferencia honda, la aparición de un andamiaje institucional que procura el acceso igualitario a oportunidades reduce esas brechas. No obstante, las brechas de ingreso no deberían determinar las brechas en oportunidades: un profesional altamente cualificado no debería tener el mismo nivel de renta que una persona que decide no asistir a la universidad y opta por oficios de baja complejidad. Posiblemente quien trabaja día a día como operador de un bus del sistema de transporte público no gane lo mismo que el prominente científico de un centro médico que está especializado en estudios de neurociencia. El asunto de la reducción de las brechas en las oportunidades se observarían en que, por ejemplo, los hijos de estos personajes coinciden en la misma universidad como compañeros de clase.

Bajo el falso paradigma de las relaciones de inferioridad, las sociedades latinoamericanas han edificado estructuras de conducta y comportamiento determinado por el acceso a las oportunidades: conforme al barrio donde viven, conforme a las universidades o colegios en que se encuentran matriculados sus hijos, la marca de ropa que usan o los sitios de entretenimiento que frecuentan, se excluye arbitrariamente a quienes no pueden acceder a este tipo de privilegios. Este fenómeno, que tiende a reforzarse en la medida en que tiene efectos intergeneracionales, construye una suerte y perversa desventaja crónica a los excluidos de estos círculos de poder social, económico y político para desarrollarse a plenitud. El sistema capitalista, por supuesto, ha profundizado las diferencias y ha aumentado las brechas. Posiblemente en una época de generación de riqueza como nunca antes el hombre vio, el enriquecimiento relativo de unos pocos fue de tal magnitud que quienes menos se beneficiaron de la bonanza se sienten más pobres. El asunto entra en la esfera de lo político y lo cultural, que impone reformas necesarias que detengan la acumulación de capital humano y social en unas pocas manos y construya nuevos capitales en donde anteriormente escaseaba. 

En buena medida, lo que permite la reducción de brechas y la acumulación de capital humano es el acceso a la educación de calidad. En Brasil, por ejemplo, por cada 100 habitantes sólo 9 tenían un título universitario o profesional. Luego de algunas reformas impulsadas desde el Estado mismo, la riqueza del 10%  más pobre de la población creció seis veces más que el del 10% más rico. La de los ricos, según algunas estimaciones, creció un 11.2% mientras que los más pobres vieron crecer sus riquezas en un 72.4%. El impulso de programas de transferencia de riqueza orientados desde el Gobierno han posibilitado que los más pobres logren recuperar las oportunidades que históricamente jamás han sentido como suyas: antes del impulso de este programa, más de 40.5 millones de brasileños vivían con menos de un salario mínimo, dificultando aún más el acceso a servicios claves como la educación y la salud. Luego de algunos años impulsando la promoción de las clases menos favorecidas, esta cifra se redujo a 18.7 millones. Falta mucho, pero son muestras elocuentes de lo que puede hacerse cuando un país logra convenir las prioridades para reducir las brechas. 

Programas de acceso a la educación de calidad entre los menos afortunados; programas de incentivos que permitan romper las barreras de acceso a la educación superior de los más pobres; políticas de movilidad social, como la construcción de obras públicas que valoricen las propiedades más humildes o tender vías y redes de transporte para reducir la exclusión espacial que muchos padecen en sus asentamientos alejados de los núcleos de servicio, comercio y actividad económica de las ciudades, así como la educación de los más jóvenes y afortunados en torno a la necesidad de cambiar las percepciones que fortalecen las relaciones de inferioridad que los ricos consideran hay con los más pobres, podrían ser estrategias. He sido testigo de cómo personas acostumbradas a una vida llena de privilegios y totalmente desinteresados de las causas sociales han logrado convertir esa percepción indiferente en un deseo impetuoso de cerrar las brechas entre unos y otros. Finalmente, muchos de estos jóvenes que he conocido, luego de un servicio como voluntarios en sus años universitarios por ejemplo, hoy reconocen en el habitante de un asentamiento, en la mujer humilde que les presta servicios en su hogar, en el conductor del taxi o del bus, a personas iguales, a conciudadanos que merecen las mismas oportunidades que algunos afortunados disfrutan en abundancia. Sin duda un nuevo pacto en las sociedades que propicien estos y otros espacios podrán combatir la discriminación y la segregación. 

Quizás las palabras de la escritora española Cecilia Bohl permitan cerrar con algo de precisión el tema: sé justo antes de ser generoso, sé humano antes de ser justo. Quizás cuando reconozcamos que antes que sociedad económica somos una organización humana, buena parte de las soluciones a los problemas sociales contemporáneos las tendremos frente a nosotros.


*En la actualidad es subdirector regional de Un Techo para mi País Colombia en Cali y estudiante de últimos semestres de economía en la Pontificia Universidad Javeriana.

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