Lo que es bueno

Decía la famosa Celia Cruz que lo que es bueno hoy, quizás no lo sea mañana. Escueta pero acertada, esta frase aplica con absoluta facilidad a fenómenos como los que han venido aconteciendo con el sistema TransMilenio en Bogotá o que, parece, es una constante en la planificación de la provisión de infraestructura estratégica en Colombia. Pensemos lo siguiente: a finales del siglo pasado, el transporte público en las principales ciudades del país, especialmente en la Capital de la República, estaba en manos de verdaderos grupos de presión con características de cartel. La inviabilidad del sistema de transporte, que resulta pieza de vital importancia en una urbe, suponía la necesidad de poner término a una discusión de más de seis décadas y adoptar con sentido de urgencia un modelo revolucionario de transporte capaz de responder a las exigencias de movilidad masiva y a una mejora sustancial en los tiempos de desplazamiento. Apareció TransMilenio como la opción más viable: bajo costo con respecto a un beneficio social de largo plazo.

Con la reciente intervención del Alcalde Mayor manifestando que el TM fracasó, encuentro posiciones disimiles en relación con los defensores y opositores del Sistema, pero que convergen en un punto preocupante: el error. Cuando se promovió la implementación del sistema de buses articulados, la confianza ciega en que resolvería todos los problemas derivados de una excesiva demanda, cada vez creciente, constituyó la sentencia misma del sistema: se concibió al TM como un todo, como la cabeza de un sistema que a la fecha está en moratoria de llevarse a cabo. Como suele suceder en Colombia, el peso de hoy tiene más valor que los 100 pesos de mañana y las políticas integrales de desarrollo se sostienen en este extraño fenómeno de cortoplacismo que agobia a nuestros administradores públicos. Ciudades de similar tamaño a Bogotá, como Santiago, la misma Lima e incluso menores que la capital colombiana, como Madrid, París o Roma, han implementado un completo esquema multimodal de transporte que facilita los desplazamientos y se ofrece como alternativa para los usuarios. Quien llega al Paris- Charles De Gaulle, contará con la posibilidad de ir a Nation, en pleno centro de la capital francesa, usando autobuses, líneas de tren regional RER o disponiendo de modernas y amplias autopistas. Santiago construyó dos modernas líneas de metro que unen a los cuatro extremos de la capital chilena, mientras en la superficie el Transantiago alimenta y desalimenta el sistema. Bogotá, sobra advertirlo, requería y requiere un sistema multimodal. De hecho, no sólo lo requiere Bogotá. Quienes vivimos fuera de ella, descubrimos que nuestras ciudades enfrentan día a día retos similares. Pero el patrón se cumple: aeropuertos incipientes, autopistas inconclusas, obras de infraestructura muy por debajo de los avances de la ingeniería moderna y los proyectos futuros, si bien son más ambiciosos que otrora, palidecen antes los inmensos desafíos de Colombia.

Si Colombia quiere crecer, conectarse con el mundo y perder ese odioso aire provincial que a menudo la caracteriza, requiere actualizar sus redes de transporte. Si sus ciudades quieren brillar, atraer turistas, inversionistas y consolidar una mejor calidad de vida, debería pensarse con mayor seriedad en los 100 pesos de beneficio de mañana que en los 10 pesos de beneficio hoy. La planificación a corto plazo tiene como gran defecto la configuración de incentivos para atacar los problemas urgentes pero no los problemas prioritarios: ver las constantes reparaciones de lozas en las vías del TransMilenio en lugar de excavaciones para trazar la esperada línea de metro o una autopista longitudinal, ofrecen un panorama discreto para un país que requiere cerrar brechas. Y es que miremoslo desde la famosa teoría del desajuste espacial: la baja cobertura de transporte o la mala calidad de este, tienden a configurar espacios geográficos confinados, sin conectividad con los centros productivos, alejados de los núcleos de bienes y servicios y proclives a la exclusión social, cultural e incluso racial. No sé si el Chocó está atrasado por el aislamiento motivado por una precaria red de transporte o si tiene una precaria red de transporte como resultado de su atraso. Pero sea cual fuere el orden, es claro que no contar con una adecuada red vial posibilita que el atraso se mantenga y las brechas regionales se acentúen con un indeterminado horizonte de tiempo.

La política de infraestructura en Colombia ha corrido ciertamente en torno a la idea de construir lo bueno hoy. Rara vez se planifica con una perspectiva de largo plazo y cuando se hace, generalmente, son casos aislados. Para el país salía más beneficioso adoptar carreteras en detrimento de los ferrocarriles, pero al cabo de unos años, pasado ese momentáneo beneficioso, Colombia asistió a un escenario vergonzoso: se quedó sin carreteras tanto como se quedó sin ferrocarriles. Jamás se pensó que las ciudades, el país, la economía crecerían y las exigencias de infraestructura adecuada para la cada vez mayor demanda se tendrían que saciar. No es extraño que el parque automotor crezca a escalas geométricas mientras las vías disponibles apenas si tienen una escala aritmética de crecimiento. Ni qué hablar de la navegación. Alguna vez un norteamericano veía desde el Puente Pumarejo de Barranquilla con asombro que "los colombianos tienen un Missisipi y ¡nadie lo navega!"

Visto desde cualquier perspectiva, tener una infraestructura deficiente genera unos costos de transporte que desalientan el dinamismo de la economía. Incluso pueden alterar las decisiones de asentamiento de empresas. Hace algunos años muchas empresas salieron del Valle del Cauca huyendo del pésimo clima de negocios, conjugado por fenómenos de violencia, corrupción y surgimiento de mafias que aniquilaron los buenos vientos que caracterizaron a la región. Hoy, cuando otras variables entran a determinar buena parte de las decisiones de localización de las empresas, se encuentra que muchas firmas están reasentándose en la región del sur del Valle, en la medida en que las inversiones en infraestructura se hacen evidentes y permiten canalizar esfuerzos en una mayor eficiencia y en menos costos. No se necesita imaginar mucho para saber que Bogotá pierde ese atractivo en la medida en que su infraestructura colapsa día a día y las posibilidades de resolver sus problemas se hacen más pequeñas, en la misma vía en que los costos para hacerla crecen. Lo bueno ayer, no fue bueno hoy. El corto plazo ha sido el mayor lastre de nuestra improvisación estratégica.


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