De gestos y otras mentiras
El asunto es sencillo: liberar secuestrados no es un asunto que deba considerarse un gesto político viniendo de las FARC. No es motivo de agradecimiento ni de asimilarlo como un gesto de paz. En ese orden de ideas, los asedios en el Cauca, el ataque constante contra la infraestructura económica y la sensación de inseguridad que ahora se percibe en la población deberían ser tomados como gestos contundentes de hostilidad. Y es que el conflicto armado en Colombia, aunque tuvo orígenes profundamente sociales, hoy no es más que una guerra entre un Estado de Derecho, reconocido internacionalmente y representante legítimo de los intereses de sus ciudadanos, contra una maquina criminal, trasgresora sistemática de la ley y reconocida violadora del Derecho internacional, como lo son las FARC.
Me sostengo en la tesis que la liberación de cualquier rehén es un deber del secuestrador y no un acto caritativo con las víctimas. En ese orden de ideas, la liberación de Sigifredo López taparía el horrendo crimen de los once diputados del Valle del Cauca, asesinados de forma fría y vil en un hecho condenable, repudiable y censurable contra los derechos humanos y el Derecho internacional Humanitario. El Gobiern lo único que debe permitir es que las condiciones necesarias estén dadas para que la integridad de los rehenes no esté en peligro. Está demostrado que las FARC constituyen un grupo cínico, capaz de someter a toda una población y en nombre del pueblo, ser capaces de asesinarlo. En momentos como este, la presión no debe concentrarse en el Presidente o en los miembros del Gobierno Nacional, sino en los delincuentes que están en mora de pagar sus delitos, entre ellos el delito de haber tomado en cautividad a ciudadanos colombianos.
Piedad Córdoba, adalid de algunas de las más desagradables causas en Colombia, al pretender servir como puente entre el Gobierno legítimo de los colombianos y un grupo armado ilegal, debe asumir una posición neutral. Ella funge como una ciudadana interesada, pero absolutamente incapaz de permanecer imparcial en un asunto humanitario. Cada liberación termina siendo un golpe de opinión de los alzados en armas que encuentran en ella una portavoz y resulta reprochable aún más que pretenda canalizar los ánimos en contra del Estado y del Gobierno. Los diálogos de paz que ella propone deben darse en condiciones de igualdad: si se pide condiciones de parte del Estado colombiano, resulta imprescindible que las FARC como mínimo se abstengan de realizar acciones armadas que afecten directamente a la población civil.
Sin embargo, ¿qué se debe negociar con las FARC?, claramente su rendición. Pero como en toda negociación, su rendición y desmovilización estará determinada por unas concesiones de parte del Estado. Las FARC exigirán la implementación de una agenda política carente de respaldo popular, avalada por la sangre y el terror sembrado en los campos y en las ciudades, pero no por el voto responsable y el libre ejercicio de la ciudadanía. Negociar la paz con ellos debe conducir a buscar beneficios para que las penas que paguen sean menos severas gracias a su cooperación. Pero no puede aceptarse una paz negociada que ponga como precio la impunidad, el perdón y el olvido. Es claro que el cúmulo de crímenes cometidos durante las últimas décadas merece una sanción ejemplar y eso debe ser un rasgo característico de los colombianos: la búsqueda de la verdad, la justicia y la reparación. No existe causa justa que se pueda mantener como tal en un entorno de injusticia. Poner una bomba en una ciudad, asediar una población o atentar contra la infraestructura energética del país no son medios limpios y justos: la causa de las FARC perdió el valor que pudo haber tenido en sus inicios y su interlocución política deberá reducirse a los términos de una rendición incondicional e irrevocable. Finalmente, de gestos y otras mentiras ya los colombianos tenemos suficiente.
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