El chivo expiatorio
Cuenta la tradición israelita que los judíos tenían como costumbre elegir a dos chivos. Al azar, uno de ellos era sacrificado por el sacerdote del rito como ofrenda a Yahveh. El otro era cargado con todas las culpas del pueblo de Israel, entregado al demonio Azazel. Era abandonado en el desierto, insultado e injuriado. Era el chivo expiatorio del pueblo. De maneras como esta, se purificaban de las culpas a aquellas almas acongojadas por medio de sacrificios.
En días anteriores asistí a un evento que a primera vista en nada se asemeja al ritual antiguo de Israel. Congregó a cientos de personas de todo el continente y en uno de sus módulos el sistema económico liberal, popularmente llamado capitalismo y neoliberalismo, recibió toda clase de insultos.
No pude dejar de pensar que el sistema y las relaciones de producción en las sociedades económicas modernas ha sido tomado por muchos -no sin algo de ligereza-, como el clásico chivo expiatorio. El Capitalismo, tal y como lo conocemos, ha sido negado y en él se han cargado todas las culpas, penas y pesares de los pueblos. No es difícil ver a muchos actores de la sociedad denunciando al sistema como el más grande causante de la pobreza, de la desigualdad, la exclusión y los conflictos sociales, especialmente en los países emergentes. Este sistema económico predominante en casi todas las latitudes del globo es considerado por muchos como la simiente de las grandes tragedias humanas.
Me permito formular mis reservas. Y no lo haré hablando mal de otros sistemas económicos. Al menos no por ahora; citaré como caso muy particular a Colombia, un país que que muchos ingenuos revolucionarios piensan alguna vez fue rico pero que producto de la perversidad inherente del capitalismo se ha empobrecido, segregado y quedado atrás. Algunos historiadores recuerdan que tan pronto fue proclamada la independencia de la Corona española, la nueva burguesía, al comenzar el siglo XIX, se propuso abolir todas las instituciones económicas de la colonia que le impedían ir a luchar con fiereza por la riqueza, dejando en la indefensión a los consumidores. En aquel entonces el sistema basado en la acumulación de capital apenas se gestaba y ya la burguesía colombiana de aquel entonces, heredera de prácticas feudalistas, había decidido encadenar al estado y ponerlo al servicio de los intereses de la propiedad. Pero podríamos ser más elocuentes: hace 100 años o más, la vida de un colombiano pobre era quizás más compleja que hoy. Quizás pagaban menos impuestos, pero a su vez recibían muchos menos beneficios sociales. Las cifras son bastante claras: sólo el 12% de los cuatro millones de ciudadanos que tenía Colombia en aquel entonces vivían en ciudades, el analfabetismo llegaba al 75% de la población y sólo 1 de cada 6 niños asistía a la escuela. Enfermedades como la viruela, el tifo o epidemias periódicas mataban a cada seis niños antes de llegar al primer año de vida. Podemos decir más: 1 de cada 50 colombianos completaba estudios de educación básica, 1 de cada 200 acudía a la universidad, sólo cuatro ciudades contaban con teléfonos, energía eléctrica y una vetusta red de telégrafos que permitían conectarse con 600 municipios.
En efecto, la realidad de hoy es diferente, si bien eso no implica que sea la ideal. Quizás muchos colombianos no perciban una proporción del ingreso mayor que la que antes recibían los colombianos de antaño, pero en términos absolutos, un colombiano de hoy percibe varias veces más ingresos. Colombia es hoy un país pobre pero no empobrecido: nunca ha sido rico, jamás ha tenido estándares de vida europeos y el esperado take-off, el florecimiento de una industria capaz de derramar riquezas entre los diferentes sectores de la sociedad no llegó. Decir que la pobreza es culpa del capitalismo es asumir un axioma falaz, construir relaciones de causalidad basadas en profundos sesgos ideológicos y en la incapacidad de determinar un modelo empírico mucho más rico que explique las dificultades de la sociedad colombiana contemporánea. Si fuera por la adopción del capitalismo, diría que los beneficios han sido mayores: la incidencia de la pobreza entre 1997 y 2010 se ha reducido en un 28.9%, un 6.7% de la población es analfabeta, el 91.79% de la población tiene acceso al agua, el 87.48% accede a alcantarillado y las estimaciones prometen una mejora sustancial en estos indicadores.
En Colombia, en un lapso de 40 años transcurridos desde el final de la Segunda Guerra y hasta pasada la década de 1980, el PIB se multiplicó por siete. Dicha bonanza se vivió de forma de alguna manera homogénea junto a los países de la América Latina, pero muy inferior a las vividas por los países más avanzados. De hecho, si bien Colombia vivió una época de expansión económica sin precedentes, la bonanza vivida por los países más ricos la rezagó aún más. Pero, ¿qué explicó que Colombia viera en la bonanza una discreta oportunidad de participación?, podría iniciarse hablando de 8 conflictos armados desde la independencia hasta los finales del siglo XIX, todos motivados por profundas divisiones ideológicas entre federalistas y centralistas, conservadores y liberales, seguidores del gobierno y opositores, regeneradores y radicales liberales. De hecho, el siglo XIX se despide en medio de la cruel Guerra de los Mil Días, que se extendería hasta el año 1902. La frágil institucionalidad colombiana se ve aún más diezmada en la medida en que la gestación de conflictos regionales entorpece la capacidad de la dirigencia de ocuparse de los asuntos económicos y los partidos, lejos de cualquier funcionalidad social, se vuelven brigadas militares politizadas.
Los efectos de estos fenómenos son perversos: la movilización de la población entre el campo y la ciudad de acentúa. La violencia derivada de las querellas políticas expulsan a millones de ciudadanos de sus parcelas. Ninguna ciudad en Colombia tuvo la posibilidad de prepararse para recibir los flujos de inmigrantes del campo, la mayoría poco cualificados y empobrecidos, siendo determinante de la gestación de los cinturones de miseria en las grandes capitales. Una mano de obra procedente de una agricultura disminuida no encontró puestos de trabajo en las ciudades semi-industrializadas. Emerge la informalidad, el subempleo, ocupaciones marginales e improductivas perpetuadoras de la pobreza. Lejos de lo que se cree, a Colombia buena parte de sus problemas se le acentúan ante la discreta industrialización de sus ciudades y regiones, una perdida de valor en la agricultura y un sector terciario precario, respuesta por demás natural a un sector primario disminuido y un sector secundario incipiente.
Pero hay un problema de fondo: la concepción del sistema mismo. El sistema no es un organismo movido por la inercia. Para que el capitalismo exista requiere capitalistas y para que estos operen debe haber un mecanismo de incentivos que motiven y enfoquen la conducta claramente maximizadora de los productores. En un contexto de conflictos armados y sistemas políticos débiles, es plausible pensar que el capitalismo, además de generador de riquezas, luzca como el culpable de las desgracias económicas de un pueblo. Pero no debe confundirse que el sistema se compone de individuos y si las fallas del sistema son protuberantes, conviene revisar con detenimiento las motivaciones de los agentes económicos y políticos: Colombia no ha tenido estructuras de gobernación eficientes que regulen el intercambio, el cumplimiento de los contratos, reduzcan la incertidumbre de las transacciones económicas y brinden un seguro confiable contra la incertidumbre. De hecho, hoy día en Colombia los costos de utilización de los mercados son altos, lo han sido siempre y las instituciones protectoras de la propiedad privada han sido débiles y precarios. En su lugar, estructuras armadas como los ejércitos privados han manchado de sangre los campos en defensa férrea de la propiedad de las tierras y del capital. Si Colombia quiere avanzar, lejos está la solución de cambiar el sistema económico. Puede ser más bien la oportunidad de pensar en qué tan coherente es el sistema político con las necesidades reales de la sociedad. Brasil, por ejemplo, no ha dado pasos gigantes en la superación de la pobreza cerrando fronteras, desincentivando la industria y restringiendo la creación de riqueza. Parece que el capitalismo, cuando conviene, es el chivo que expía los pecados de aquellos incapaces de reconocer que el sistema falla cuando los individuos fallamos.
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