Sisma ensangrentado
Si algo deja el horror del ataque a Bogotá, en plena zona comercial y de alta población flotante, es una evidente fractura de la sociedad colombiana. Ya lo habíamos visto antes: los países divididos hoy son más normales, Francia se debate en una fuerte polarización entre izquierda gobernante y derecha opositora; en los Estados Unidos las divisiones fueron más fuertes aún, cuando un ala profundamente evangélica y conservadora rechazaba al ala menos radical y encabezada por un mormón, sumada a la fuerte controversia entre demócratas liberales y republicanos conservadores con tesis opuestas en temas trascendentales. Pero Colombia hoy es un caso bien peculiar y el atentado permitió dilucidarlo en las reacciones fuertes de los máximos exponentes de la extrema derecha colombiana.
Un atentado dirigido contra uno de los exponentes del ala más conservadora de la política colombiana en momentos en que el país es gobernado por un liberal moderado dibuja el esbozo de la divergencia manifiesta: la extrema derecha divorciada de la derecha moderada y del centro. Porque, dicho sea de paso, nadie explica la postura del señor Uribe si no es desde una vertiente marcadamente conservadora de la misma forma en que se podría pecar por ignorante si se desclasifica al señor Santos de la derecha. El atentado es claramente un ataque ante todo oportunista. Ante una dirigencia dividida y una izquierda rezagada, la acción violenta en la Capital colombiana recuerda que, precisamente, el terrorismo fundamenta su razón de ser en el factor sorpresa y este sólo se tiene cuando creemos estar seguros. Precisamente es romper esa seguridad supuesta la que garantiza el éxito ex post del ataque. Y bien que lo lograron: cierra con broche de oro una cadena de sucesos violentos que ha echado fuego a la crisis que distancia a la derecha uribista, radical y ultraconservadora, de la derecha santista, más liberal y moderada. Buena parte de la retórica del anterior presidente y sus seguidores sostiene que el Gobierno ha renunciado a la política de seguridad impulsada desde 2002 y que Colombia emprendió un camino a través de la senda de regreso a los años negros de la Violencia de las guerrillas.
Esta retórica ha apoyado la percepción de inseguridad entre los ciudadanos. La gente hoy cree que Colombia es más insegura que antes y que Uribe es la única persona capacitada para dirigir una estrategia estatal contra el crimen y el terrorismo. Pero recaen en incoherencias: condenan la propuesta de Ley Marco para la Paz, al considerar que ofrece gabelas innecesarias a quienes han cometido delitos atroces en un eventual proceso de paz, olvidando que Uribe impulsó dos veces -la primera dirigida por Fernando Londoño y con gran polémica en la opinión pública- un proyecto de ley que permitiría obtener la verdad y la reparación a las víctimas de los grupos de autodefensas. Si hoy Santos espera que combatientes de las FARC encuentren incentivos para desmovilizarse por una flexibilización de las penas, vale la pena recordar que Uribe lo hizo igual con los denominados paramilitares, muchos de los cuales se desmovilizaron y otros volvieron a formar estructuras criminales pero que en general no han respondido adecuadamente con la verdad y la justa reparación de las víctimas.
Pero aún hay más: los de la diestra más radical sostienen que durante la presidencia de Uribe hubo una fuerte campaña contra el terrorismo. Y esa lucha tuvo efectos, muchos de ellos ataques violentos: en respuesta a la acción gubernamental, los terroristas volaron el Palacio de Justicia de Cali, bombardearon el Club El Nogal de Bogotá, atentaron en Caracol Radio contra Germán Vargas, entre otros hechos. Lo curioso es que en aquel entonces dichos ataques eran calificados como una respuesta a la firmeza del Gobierno, mientras hoy muchos de la extrema derecha prefieren condenar al Gobierno en lugar de repudiar a los autores materiales e intelectuales del ataque en Bogotá. Hoy se habla que si la misma bomba de 2009 estalló en 2012, bajo un Gobierno diferente, no es por una lucha contra estos grupos armados sino por la debilidad manifiesta de un presidente traicionero, clientelista y débil.
No niego que Uribe dejó un legado. Pero es claro que atacar al Gobierno en la forma que lo hace demuestra un interés político muy fuerte, tanto que parece haber cooptado la atención de la opinión pública interesada en tener información del ataque. Porque, si bien será cuestionable que un miembro de las FARC pague menos de la pena que usualmente pagaría, no es menos delicado que muchos de los miembros de los grupos de autodefensas paguen menos de lo que deberían. Y hoy muchos líderes de los grupos de autodefensas pagan penas irrisorias y los procesos de restauración de la verdad son lentos. Lo que es claro es que hoy acudimos a un nuevo sisma en la derecha colombiana, un sisma ensangrentado.
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