Una nueva Europa
La economía es y será la que determine los resultados electorales en buena parte del globo, especialmente en el deprimido occidente. La victoria de Hollande en Francia ayer, contrasta con la victoria de Rajoy en España hace pocos meses, con la salida del moderado Brown en Reino Unido y la llegada de los tories de Cameron y la salida del conservador y controvertido Berlusconi y la llegada del técnico Mario Monti en Italia. Hoy, luego de conocer una presumible victoria del candidato socialista en la segunda vuelta de la elección presidencial francesa, conviene tener en mente una primera conclusión: fue una expresión del fastidio de la mitad del electorado francés al estilo de Sarkozy más que un deseo de los franceses de cambiar de rumbo del todo.
Francia es la segunda economía de la Unión Europea y una de las cinco potencias económicas del globo. Desgastada, con un pie en la temida faillite y con un estado de bienestar en avanzado deterioro. En cabeza del presidente Sarkozy, ha liderado con la Alemania de Merkel una exigente política de ajuste fiscal que impone la austeridad a todos los gobiernos de la zona euro. Vale recordar que Europa resiente aún los efectos de la crisis financiera de finales de la década pasada y el sector productivo está estancado, el capital del sistema financiero disminuido, la creación de empleo es inexistente en países como España, el paro crece y la expansión del producto es casi nula en el resto de socios comunitarios. El panorama económico para el Continente europeo es adverso desde donde se le mire y la amenaza crece cuando el conflicto intergeneracional se torna evidente: los jóvenes corren el riesgo de pagar los costos que imponen las medidas de los mayores.
La ortodoxia económica europea, apropiada del Elíseo hoy día y muy influyente en Alemania, donde reside el poderío económico de Europa, ha sustentado la recuperación de la dinámica de crecimiento en fuertes medidas fiscales de tipo restrictivo. Los ratios de deuda de los países europeos hacen suponer a los economistas europeos encargados de la formulación de políticas para la recuperación económica que la confianza de los mercados internacionales puede verse resquebrajada. Muchos inversionistas internacionales le han apostado a los títulos soberanos de países europeos y con el elevado crecimiento de la deuda y el riesgo de un cese de pagos por los bajos ingresos fiscales de los gobiernos, muchos consideran que su nerviosismo se traduce en un encarecimiento del crédito. Así que toda receta para la estabilización debe considerar la recuperación de la confianza y crear garantías para honrar los compromisos de los Gobiernos con sus acreedores.
Pero estas recetas en los dos últimos años, señala Krugman, han tenido efectos adversos. Para unas economías alicaídas, incapaces de crear los empleos necesarios para incorporar a la mano de obra en paro y con un producto que no crece, en el mejor de los casos, una política fiscal restrictiva no resulta amable. Los recortes en Grecia, España, Portugal, Irlanda, Italia y la misma Francia en menor proporción no han recuperado la confianza de los mercados, las calificaciones de riesgo de sus deudas no la inspiran aún y sí han generado impactos sociales claros: empleados públicos empobrecidos, pensionados que ven sus remesas reducidas y una población juvenil que no logra ingresar a la educación y que no encuentra fuentes de ingreso. Basta pensar en el 21% de paro en España para entender la magnitud de la situación, y si el Gobierno no estimula la creación de empleos, ¿quién lo hará?, si el Gobierno no pone a andar al aparato productivo, ¿un sector privado limitado en su acceso al crédito tendrá incentivos para hacerlo?
Sarkozy llegó en 2007 por la mano dura que prometió contra la inmigración ilegal y la delincuencia, que afloró en los extramuros de las principales ciudades francesas, cuyo mayor referente fueron los desordenes empezados en el suburbio parisino de Clichy a finales de 2005. Del mismo modo, las promesas de la campaña de este político vivaz aspiraban a mejorar el poder de compra de los trabajadores franceses, reducir las cifras del paro a un 5% y fortalecer la industria. Cinco años después el 10% de los franceses no tiene un empleo, Francia perdió su preciado triple A como calificación de los títulos de deuda y muchos consideraron que su coqueteo con valores de la extrema derecha, como la seguridad y la inmigración, no traducía con claridad los deseos del electorado en 2012, bien diferente al periodo electoral pos-Chirac.
Evidentemente a Sarkozy no le cobraron solo su talante ególatra. Le han cobrado su ortodoxia y su creencia que en la austeridad, fatal desde la noción del ciudadano del común, reside la fórmula providencial para recuperar los maltrechos mercados europeos y ajustar las economías. Nadie niega que el derroche es censurable en épocas de crisis, pero lejos de lo que se cree, cerrar las arcas fiscales en tiempos de ciclos negativos en la economía es todo menos una buena idea. Quizás lo necesario sea gastar eficientemente, ocuparse en una austeridad moderada, donde los recursos públicos se enfoquen en el estímulo al sector productivo. Reducir costos es importante en los primeros meses de una crisis pero la solución de largo plazo consiste en aumentar el ingreso. Es claro que cuando la economía ve reducido su producto los ingresos fiscales del Gobierno se resienten, las presiones del gasto se convierten en una variable sensible y deben aplicarse medidas. Es claro que los griegos, los españoles, los italianos, los irlandeses y a tiempo los franceses se han manifestado en contra de ese discursos radical de la austeridad, validado por Sarkozy y Merkel y legitimada por las agencias comunitarias en Bruselas. El voto en Francia muestra a un país dividido y en Grecia, por ejemplo, el voto la muestra fragmentada. Pero ambos pueblos han pedido que cese el rigor de las políticas de ajuste fiscal y se pase a un anhelado new deal, el cual en las condiciones actuales podrá tomar tiempo. Hollande, así lo quiera, deberá capotear muchos obstáculos dentro y fuera de Francia. Es un misterio si su sola elección marque el fin de la austeridad, pero sí es claro que expresa de alguna forma un inconformismo.
Los socialistas no la han sacado barata en la crisis. En Grecia cayeron, en España salieron por la puerta trasera y los laboristas británicos, ubicados en el mismo lado del espectro político, vieron perder el poder con la alianza de los liberales con los temidos conservadores. En un país segmentado como Francia, donde el 8 de cada 10 ciudadanos se ubican a la izquierda o a la derecha del espectro y el centro pierde su prominencia, se aplica una lógica similar: si los conservadores no sirven, se da bienvenida a los más liberales, nada de matices. La extrema derecha de Le Pen acecha, la extrema izquierda aguarda pacientemente otro descalabro del sistema económico y político para volver a la carga y mientras tanto, la mitad del país lamenta la partida de Sarkozy (49% de los votos en la segunda vuelta), mientras no se puede afirmar que el 51% celebre la llegada de Hollande; podría incluso decirse que muchos en ese grupo de electores vencedores festejan más un Sarkozy, c'est fini en lugar de un Hollande, président. La apuesta por el socialismo francés puede ser más una sanción moral a la dirigencia de la UMP, a sus recetas ortodoxas para sacar al país de la crisis y al carácter soberbio, omnipresente y extravagante a menudo del saliente presidente.
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