Río revuelto
Hace muchos años Colombia no se encontraba tan agitada por cuenta de una decisión del Congreso de la República. La reforma a la justicia, un acto legislativo controversial y de cocción truculenta, es una muestra de la necesidad imperiosa de mirar de cerca a una democracia que, aunque estable, denota disfuncionalidad. No logra explicarse cómo el parlamento colombiano vota y luego se retracta. Pero sí puede decirse que lo ocurrido con el Acto legislativo no es un evento aislado: es la convergencia de hechos erráticos de una corporación que clama urgente una intervención.
A lo largo de su existencia, el Congreso colombiano ha estado ligado a los más oscuros episodios de la Historia de Colombia. Enfrentamientos grotescos entre los partidos tradicionales, penetración del narcotráfico, de los grupos de autodefensa y un cuestionable manejo administrativo que hace de esta institución una de las más insaciables consumidoras del presupuesto público. Son 266 congresistas elegidos cada cuatro años. El problema arranca incluso antes de su composición: inicia en su mismo mecanismo de elección. Piense en lo siguiente: Boyacá, con una población no mayor al millón trescientos mil habitantes, tiene en ambas cámaras a 15 parlamentarios, representando el 5.5% de la composición del Senado y de la Cámara. Pasa lo mismo con Atlántico, con 16 representantes y senadores tiene al 6% de la totalidad de miembros del Congreso de Colombia, ¿es esto un problema?, muchos verán bondades. Algunos dirán que resulta interesante que estas regiones tengan tantos representantes que velen por sus intereses ante la Nación. Pero a la luz de los resultados, no sé si Boyacá o Atlántico encuentren que su situación es sustancialmente mejor a mayor número de senadores y representantes.
Como me gusta la economía, apelaré a los incentivos para decir que el gran problema que tiene el Congreso colombiano es la inexistencia de incentivos para que sus miembros actúen y legislen en nombre de las mayorías y no de unos grupos de interés enquistados en el Estado. A diferencia de Francia o de los Estados Unidos, la circunscripción del Senado de Colombia, por ejemplo, es nacional. Es decir, un candidato al Senado puede hacer válidamente campaña electoral en Barranquilla y en Neiva y los votantes de ambas ciudades podrán elegirlo. Caso opuesto con la Cámara de Representantes, cuya circunscripción se asemeja más a la de la Alta Asamblea francesa o la del Senado de los Estados Unidos de América. El tema de la representatividad reside en la capacidad de darle al constituyente primario la capacidad de exigir rendición de cuentas. En las condiciones actuales no existe ese mecanismo para que el pueblo sancione o premie a un senador. La circunscripción territorial o los distritos electorales ojalá uninominales permitirían alentar el servicio al electorado de un único ombudsman, en la medida en que los electores reconocen a un delegado con facilidad y a su vez este, al estar expuesto ante su electorado, se sentirá motivado a rendir.
Veamoslo de esta forma: hoy un senador es elegido a nivel nacional. Un senador cartagenero es tan de Bolívar como del Valle del Cauca, así en este último departamento nadie lo conozca. Visto así, es difícil que él se sienta fuertemente incentivado a rendir cuentas a los vallecaucanos si dificilmente lo haría a un electorado indefinido en el Departamento de Bolívar. De forma similar con la Cámara de Representantes; un departamento pone, de acuerdo a su población, un número proporcional de representantes. El tema es hasta qué punto un departamento puede pedir rendición de cuentas a 18 representantes. En mi opinión, un departamento dividido en más distritos podría garantizar una proyección de accountability mayor. No obstante, el caso crítico del Senado merece una urgente revisión: esta cámara debe reflejar a cada departamento y no una abstracta circunscripción nacional.
La rendición de cuentas y la responsabilidad es el incentivo que tendría un senador o representante a la Cámara para legislar en función del interés general. Hoy ese incentivo no existe ni hay mecanismos institucionales que creen la sensación a un elegido de verse presionado a rendir cuentas conforme al interés del electorado y configuren sanciones que hagan costosa toda desviación. En la mente del político estaría un microcálculo interesante: el que le permite tener certeza que el costo de legislar u obrar conforme a sus intereses particulares es mayor que el beneficio de legislar en función del interés general. Lo que sucedió en el Acto Legislativo que reforma a la justicia es una muestra elocuente de la disfuncionalidad del Congreso toda vez que los congresistas sesionaron a puerta cerrada, conciliaron en secreto, cañaron a la opinión pública y ante tanta penumbra hoy quieren salvar sus errores lo antes posible. Esto no ocurriría si sus electores supieran a ciencia cierta cómo votan sus delegados. En río revuelto, como el Congreso de Colombia, la ganancia es de esos pescadores insensatos que abusan de la decadente legalidad colombiana.
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