De ángel a demonio
Hace dos años el entonces ganador de la primera vuelta electoral de la presidencial, Juan Manuel Santos, se alistaba a cerrar filas en las toldas fieles al Presidente Uribe y así asegurarse la victoria en la segunda vuelta presidencial, donde Santos arrasó a su contrincante verde y se erigía como la continuidad de unas tesis construidas y consolidadas tras ocho años. Santos no representaba lo que Uribe exhibía como simbolismo pero no había duda que si alguien podía representar continuidad, era él. Con un caudal electoral como nunca antes un presidente lo había conseguido, Santos llegaba a la presidencia cargado de iniciativas que prometían reformar al país. Esto con el entendido que Uribe había hecho tal labor que el país estaba listo a consolidarse en otros frentes.
Dos años después acudimos a un escenario desconcertante: Uribe declarado como el mayor opositor de Santos, una extrema derecha reavivada y sentimientos de rencor han invadido a los más cercanos al ex presidente, que no dudan en juzgar al hoy presidente como un traidor y una persona que puso en riesgo las conquistas de la década anterior. Pero antes de ahondar en esta guerra, ¿qué representó Uribe para Colombia y toda una generación?, no niego que fue el símbolo de la esperanza de un país que aspiraba a no ver más la guerra. Convencidos con su discurso enérgico y fuerte, en 2002 los colombianos esperábamos dejar atrás los capítulos de la guerra y la instalación de estados de facto orientados por los grupos armados ilegales y aspirábamos a imponer el imperio de la ley, la fuerza del Estado y la vigencia de las instituciones golpeadas por la violencia. Uribe representaba ese punto de corte de un pasado sangriento y frustrante por un futuro en paz, libertad y orden.
Una década después de su elección y asunción al Solio de Bolívar, no queda mejor forma de resumir al Gobierno de Álvaro Uribe Vélez así: un gobierno que lo bueno lo hizo muy bien y lo malo en verdad fue desastroso. En la era Uribe no conocimos los colores intermedios. Era blanco o era negro y las conquistas en materia de seguridad representaron un aislamiento progresivo del país, para citar un ejemplo: una adecuada política de defensa y seguridad iba de la mano de una discreta política internacional, donde primó el clientelismo y el presidente sustituyó la institucionalidad de las entidades encargadas de mantener las puertas del mundo abiertas a Colombia, que en 2008 estuvo al borde de una guerra con Venezuela y de entrar en conflictos de forma simultánea con Ecuador y Nicaragua. Y mientras tanto, en otros frentes no dejaba de suceder el mismo patrón de comportamiento: universalizó la cobertura en salud, aumentó el acceso a la educación básica, aumentó el músculo financiero del Estado para permitir financiar la demanda de cupos en educación superior, triplicó las transferencias monetarias del Gobierno a los más pobres, mientras el déficit habitacional no disminuía, los casos de corrupción se extendían y obras nobles como pavimentar más de 2500 kilómetros de vías secundarias y terciarias sucumbían ante la podrida maraña burocrática de la administración pública.
En efecto, bajo el Gobierno de Uribe pasamos de tener poco más de 200 kilómetros de dobles calzadas a tener más de 900 kilómetros, a tener un único sistema de transporte masivo en toda Colombia a tener uno en casi todas las ciudades importantes del país y se permitió pensar en la modernización del país. No obstante sus esfuerzos perdieron efectividad en los escándalos en la contratación, donde el país se desangró financieramente ante las maromas de los corruptos: la autopista entre Bogotá y Girardot, el Túnel de la Línea, la autopista del Café, entre otras obras, hoy siguen inconclusas y rodeadas de un manto de duda sobre la transparencia en sus procesos de licitación, adjudicación e interventoría. Ahora bien, ¿existe una diferencia entre Santos y Uribe?
A ciencia cierta y viéndolo desde un punto de vista ojalá menos ideologizado, no son tantas las diferencias. Entre Uribe y Santos se ubica un estilo diferente, más conciliador, menos provinciano en el manejo de los asuntos internacionales pero en una vía similar: hasta se conservaron los consejos comunales un poco más solemnes y ahora llamados Acuerdos de la Prosperidad. Pero hoy asistimos es a una crispación de la extrema derecha, más uribista que Uribe, que votó por Santos esperando que fuera Álvaro Uribe en cuerpo ajeno. Si bien la guerrilla ha retomado algunas posiciones que durante el gobierno pasado perdió, bajo el actual gobierno se ha dado de baja a muchos de sus cabecillas, nadie puede decir que el conflicto está volviendo al estado crítico de hace diez años y si lo dice es una apología barata al populismo y a volver a la estrategia del miedo para alinear los ánimos. No se acabaron los programas sociales de la última década, como Familias en Acción, la Red Juntos que hoy es Unidos y se profundizó la universalización de la cobertura en salud, con la diferencia que hoy el Gobierno le apuesta por una unificación en el servicio que no desprecie categorías sociales.
Santos no hace un gobierno perfecto, al contrario, es cuestionable su lentitud para ejecutar sus anuncios -que presumo radican en el carácter vetusto y lento del Estado colombiano que hace engorroso hasta sacar una fotocopia en un hospital público-, pero estoy seguro que la extrema derecha colombiana y sus principales pensadores jamás le perdonarán al hoy presidente de Colombia haber puesto en su Gobierno un estilo, un sello propio y una línea de mandato propia. Ya a finales de la semana anterior el señor Jose Obdulio Gaviria lo confesó: quien acepte la bendición de Uribe debe saber, en resumidas cuentas, que todo se debe al ex presidente, que son sus ideas y que debe jurarle fidelidad y que fue eso lo que precisamente no sucedió con Juan Manuel Santos. No creo que la democracia colombiana sea madura, ni un ejemplo, pero al menos cada jefe de estado ha sabido dar un paso al costado al terminar su periodo y no se quieren erigir como caudillos. No somos la Rusia autoritaria de Putin, ni la islámica Irán de los ayatolas, ni la China comunista: prefiero un presidente que pase de ángel a demonio por gobernar a su manera, con autonomía y bajo el escrutinio del pueblo y no una república autocrática, donde el presidente no es más que el apéndice de un caudillo.
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