Más que un Tucano
Si las FARC y Álvaro Uribe Vélez fueran aliados, no les habría salido tan bien ese propósito no declarado de lograr que la anterior semana fuera la confirmación de un annus horribilis para el Gobierno de Juan Manuel Santos. Basta revisar el curso de los sucesos y confirmar el correlato entre lo que hacían las FARC en el norte del Cauca y la extrema derecha en el Club El Nogal de Bogotá: ambos, desde sus orillas, atacaron sin clemencia al hoy presidente, propinándole golpes desestabilizadores. Bien acertado, Hector Abad dijo que la caída del Super Tucano en Jambaló era un éxito de Uribe. A esto se le suma la actitud soberbia de los indígenas nasas, a lo que muchos románticos de la resistencia civil no dudaron en alabar, gesto que nos recordó a un senador de izquierda que llegó a afirmar que no estaba ni con un bando ni con el otro: sí, el mensaje que se dejó en el ya difícil ambiente es que para estas comunidades el conflicto es entre las FARC y el Ejército, que ellos en cuanto a eso no forman parte de la nación (aunque invocan a la Constitución para justificar sus delirios autonómicos), que el terrorismo y el narcotráfico de las FARC está al mismo nivel de la Fuerza Pública y que no importa si el resto del país se desangra a causa del conflicto, lo importante es que sus tierras no tengan injerencia de ningún actor ajeno a ellos y eso, para un Estado colombiano históricamente débil, es una condición que no se puede acoger. Los pueblos indígenas son tan colombianos como cualquiera de los que hayan nacido en esta tierra, sin reconocimiento específico de sus raíces étnicas.
El norte del Cauca es un nodo de montaña y espesos bosques, una geografía agreste en toda su definición. Pero, en realidad, más que la variable geográfica, el Cauca ha sido una región aislada, desatendida por el Estado como buena parte del sur del país y que marca un agresivo contraste entre lo que se vive en su vecino del norte, el Valle del Cauca. Esos municipios del norte, como Toribío, Jambaló, Caloto, Belalcazar, Suarez, Argelia y el mismo Santander de Quilichao, tienen la misma infraestructura de hace cuatro o cinco décadas: servicios públicos precarios, vías insuficientes, telecomunicaciones casi inexistentes y una gobernabilidad local tan débil que basta un poco de músculo financiero, tal vez proveniente en su mayoría de los cultivos ilícitos, para proscribir y sustituir la capacidad de acción y reacción del Estado. Sí, el norte del Cauca es pobre; con una actividad económica que apenas logra ubicar a sus habitantes en los límites entre la pobreza y la miseria, ese aislamiento físico ha vuelto a esta región en una especie de guetto inexpugnable, donde tras cuatro décadas de conflicto el Estado no logra consolidarse. Una región donde la presencia de las instituciones ha sido representada por las trincheras de los soldados y policías, que se volvió presa fácil de los barones de la droga y bastión de los señores de la guerra.
El Gobierno de Santos, lejos de lo que las facciones más conservadoras piensan, no enfrenta una amenaza nueva. Si bien el presidente pecó por ingenuo al relajar su estrategia de defensa y seguridad, lo que ocurre en el sur del país no es un resultado directo de su creencia que la seguridad podía pasar a ser un tema menos prioritario que el manejo de la economía o las relaciones internacionales. Ningún presidente ha logrado garantizar la gobernabilidad de esa región ni mucho menos ha impuesto el imperio de la ley y hasta el momento Santos no logra romper esa tara. La Seguridad Democrática de Uribe jamás logró consolidarse en el Cauca, donde la paz tensa que se vivió dependía de la presencia de un blindado del Ejército estacionado en la vía entre Caloto y Toribío y no de una mejora sustancial en las condiciones de vida de sus habitantes. Y si extendemos la revisión a los últimos cuarenta años, descubriremos que los beneficios del crecimiento económico, de las nuevas tecnologías y del fortalecimiento de las instituciones en Colombia nunca llegó a estas apartadas regiones.
¿Qué queda entonces para esa guerra sin fin en el Cauca?, sin duda alguna el Gobierno tiene que jugársela con la mano de hierro en la región. Ya la ventaja que han sacado los ejércitos ilegales y la delincuencia en esta región es muy amplia y sólo puede reducirse con una acción militar de mayores proporciones. La piratería terrestre está presente en la Vía Panamericana y los grupos guerrilleros en las vías secundarias y terciarias. El Estado deberá imponerse aún cuando exista la contención entre los indígenas locales, pero es un deber constitucional del Gobierno el desmonte de las estructuras delincuenciales y terroristas y devolver la paz. Pero no puede reducirse a la acción armada del Estado: es el momento de plantear estrategias que logren que estas regiones tengan acceso a los mercados, a estímulos para el desarrollo de la actividad económica, educación de calidad, servicios de salud e infraestructura que destruyan ese efecto devastador del aislamiento. No habrá gobernabilidad en una región marcada por la pobreza y no habrá prosperidad si el Estado no da el primer paso para construirla. Porque en el Cauca, el asunto es más que un Tucano.
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