Pax colombiana

Cuenta la historia que los romanos impusieron a los pueblos ocupados por sus ejércitos un periodo de paz que durante cuatro siglos devolvió relativa estabilidad al Imperio. No obstante, las intrigas y disputas internas entre los aspirantes al trono hizo trizas este periodo y precipitó a los territorios a una sucesión de cruentas guerras civiles. En general, la paz establecida por medio de las armas, decía el filósofo francés Proudhon, no es otra cosa que una tregua. Durante la primera década de este siglo, se vivió una suerte de pax colombiana que muchos lamentan que se terminó. Entre 2002 y 2010, el Estado recuperó terreno frente a unas guerrillas extremistas de izquierda que durante los años 1990 lograron poner contra el borde del abismo a unas instituciones colombianas vetustas y corruptas. La acción legítima del Gobierno permitió que las fuerzas armadas ocuparan los espacios que durante años los rebeldes extremistas habían aprovechado: por primera vez en muchos años, el Estado tenía una política ofensiva que hizo pensar en el fin de estos grupos armados.

En 2010, con el ascenso de Juan Manuel Santos a la Presidencia, se esperaba un proceso que consolidase las iniciativas públicas de seguridad y defensa. De repente, producto de una aún inexplicable situación, empezó un repunte notable de las acciones terroristas en el territorio nacional: en 2010 hubo 10 ataques contra el sistema de interconexión eléctrica nacional, en 2011 la cifra ascendió a 58 y en 2012 ya superamos los 60 ataques, con una ciudad como Tumaco sometida a un asedio constante, agravado por más de 10 días  sin servicio de energía producto de una acción criminal. Es apenas una situación, un indicio, no es concluyente aunque sí merece toda la atención. En el fondo del asunto reside algo: si las FARC o los grupos armados ilegales han ganado protagonismo en los últimos meses por sus acciones criminales, es difícil creer que ha sido producto de dos años de abandono de la seguridad democrática, como lo sostiene la extrema derecha colombiana. Es muy probable que las agrupaciones extremistas hayan percibido una fuerte acción del Estado que los obligó a replegarse y cambiar de estrategia, pero no hayan perdido su capacidad para propinar ataques certeros: esa paz de la última década tuvo características de tregua no declarada. 

De cualquier modo, el tema de las FARC genera más pasiones que razones. Es un grupo que ha causado muchos de los momentos más trágicos de la historia colombiana pero que, siendo honestos, son tan peligrosas o incluso menos nocivas que las bandas criminales emergentes o algunas redes de microtráfico de las grandes ciudades. De alguna manera la victoria o la paz con este grupo tiene una carga sentimental y simbólica fuerte, más que la práctica. Después de todo, un acuerdo de paz entre el Gobierno y las FARC tendrá un efecto mediático y político notorio, pero en la realidad probablemente pase desapercibido para el ciudadano urbano de Colombia. Finalmente, el 92% de los homicidios en el país se asocian a otro tipo de fenómenos diferentes al conflicto con estos grupos armados. Pero claro: como señal a los mercados internacionales e incluso como señal política al nivel interno, saldar los cincuenta años de conflicto con estos grupos, a través de procesos que conlleven a la justicia, la restauración y la construcción de la memoria histórica del país, es una prioridad.

¿Debemos o no propiciar diálogos con las FARC y los grupos armados ilegales?, toda salida que construya procesos definitivos de paz y no treguas tensas son las alternativas apropiadas y es un deber de todo Gobierno, pertenezca o no a una vertiente cualquiera, buscar llegar a ellas. Luego de una década, las FARC han demostrado su incapacidad para cumplir sus objetivos estratégicos, pero el Estado llega a una situación que en este tipo de confrontaciones es peligrosa: cuando se quiere cazar una mosca con un revólver. Es improbable que en una negociación el Gobierno ceda más allá de lo necesario. Los temores infundados de la extrema derecha colombiana son visiones que toman por realidades, al mejor estilo de Voltaire; en primer lugar, porque no hay una agenda de negociación aún lista para la discusión y en segundo lugar, porque para negociar se necesitan al menos dos partes y por ahora ignoramos cuál será la respuesta de las FARC. En todo caso, una eventual negociación no es para guardar las armas. Es para convenir no volver a usarlas. Mientras esto no ocurra, la pax colombiana será una realidad, una triste realidad. 

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